domingo, 7 de octubre de 2012

EL ESPÍRITU EN LA BOTELLA



                           
               Viví con don Severo Linares desde chico. Don Severo me llevó de boyero y aprendí con él, a usar el arado y a ensillar caballos.
              Una tarde, sentado en el resguardo de un olmo, perdido entre los sueños que alcanzaba bebiendo, se fue despacio, poco a poco, metiéndose en la botella, mirándome desde adentro, con ojos de despedida.
             Yo había obedecido siempre a don Severo, por eso no lo contradije y ahí quedó, dentro de la botella, arrugado y callado como siempre.
             Pensé que era un buen lugar para descansar y a nadie molestaba, así que lo dejé sobre el estante del armario, cerca del fogón de ladrillos, en la penumbra de la tapera.
            Lo dejé ahí y me olvidé de la botella y de don Severo Linares hasta que apareció el Lucio Santos.
           El Lucio no faltaba al baile de los sábados y desde la tardecita gustaba entonarse con unos traguitos antes de que la orquesta subiera al escenario. A la hora de la siesta, lo vi venir por la lomada ya con pasos desencontrados.
          A las zancadas y encorvado, bajó por la calle de los ligustros, abrió la tranquera y se me quedó mirando, y yo a él, todavía con la sorpresa abriéndome la boca.
          - La Blanca - dijo -  no me da ni cinco.
          - Qué decís, si la Blanca es un abrojo, siempre en la puerta de la casa con cara de lechuza, mirando para todos lados, esperando que alguno doble la esquina. Entrá nomás Lucio y tomate conmigo unos mates antes de ir al baile.
          - Estás destornillado. Cómo voy a ir a bailar con la tristeza que tengo - siseó - ¿No ves que se me caen las lágrimas, grandes como higos?
          Y siguió hablando y hablando, pero tan bajito que yo apenas lo escuchaba mientras trataba de medir el tamaño de sus lágrimas. - Que lo tiró, justo la Blanca - me repetí para mis adentros al pasar la puerta de la cocina porque sabía de ciertas andadas de la chica.
          - Consejo, ¿entendés?, consejo es lo que necesito - retrucó.
          - La pucha – pensé - ahora qué le digo al Lucio, porque la verdad, no soy muy versado y en cuestiones de mujeres entiendo poco, pero el Lucio ya se estaba sentando a la mesa de la cocina y estiraba la espalda en la silla, acomodando los pies sobre la tierra apisonada, con trazas de quedarse para largo.
        - Te pico un poco de salame y queso -  dije mirándolo de reojo y acerqué el mate y la pava, dispuesto a escuchar las quejas del Lucio, que es lo que hago cuando un tipo me habla de mujeres.
        - Mate no quiero, dame algo fuerte; grapa, dame grapa - dijo el Lucio, con los ojos entornados, desajustándose el nudo sobre el cuello, con las iniciales bordadas en celeste, entrelazadas en el pico del pañuelo.
        - Grapa no tengo, pero mirá, tomemos este vinito que compré en Chajá y no lo probé, parece bueno, por la botella digo, mirá qué color brillante - le alcancé a contar, pero el Lucio, se había levantado y curioseando descubrió en el armario la botella donde guardaba su paso por esta vida don Severo.
        - Dejá Lucio, no toqués esa botella - quise frenarlo, porque el respeto es el respeto y cada uno elije donde quiere ser enterrado, pero el Lucio, ya la estaba destapando y se servía un trago en el vaso.
         De un soplo se lo bebió. Vi como paladeaba el vino dulzón de la mejor cosecha de aquél año.
         Volvió a servirse. Enderezando el codo, inclinó la cabeza hacia atrás y, por la garganta, le bajó hasta la última gota del líquido rojizo.
          - Se emborracha el Lucio - me asusté - se cae redondo, lo tengo que acostar en el catre, o se pone loco y rompe la silla y el farol. O empieza a gritar, o canta, o se pone a reir con esos dientes cuadrados que tiene.
           Pero el Lucio, se sentó otra vez y se acomodó el sombrero sobre la nuca, con tal destreza que el ala, apenas caída sobre un costado, le sombreó los ojos.
          - Carancho que el Lucio es lindo - pensé - con esos bigotes rubiones, parecidos a los de don Severo, y la cara lisita y la mirada verdosa como filtrada de sol. Y hasta me pareció que me adivinaba el pensamiento cuando se levantó tranquilo y sonriendo, se sacudió el pantalón abullonado.
           Salió del rancho cuando el horizonte iba cayendo como un rebencazo sobre los lapachos.
           Pasó la tranquera. Sin cerrarla siguió caminando hasta el cruce de la vía muerta, y desde mi rancho lo vi desaparecer.
            Apurado manoteé la botella de don Severo y por si acaso se le ocurría volver al Lucio, la escondí detrás del botijo del agua.  Pero el Lucio no volvió.
            Después de un tiempo me enteré de que traía para el pueblo unos zainos comprados en Chasquito.
            - Es loco el Lucio, seguro los cuatrereó - pensé sabiendo que, como le tiraban los naipes, nunca tenía plata.
           Un atardecer, cuando menos lo hubiera imaginado, el Lucio llegó montado en un overo potrillo, con botas de empeine repujado y un faconcito plateado acomodado en la cintura.
          Sentados los dos en un banco bajo, a la sombra del alero, apurando un matecito perfumado con cáscaras de naranja, me contó que pensaba comprarle a el Gringo, las tierras del cauce.
          - Estás tomado, Lucio - le contesté - con qué dinero, no te habrás metido en líos allá, por el tiempo en que te fuiste mareado porque la Blanca ni te miraba.
         - No entendés, te digo que todo es bien parido, no hay nada raro. Voy a comprarme las tierritas porque me vino bien la mano, siempre quise quedarme acá y la granja de el Gringo me gustaba de antes.
          También a don Severo Linares, las tierras de el Gringo le parecieron siempre las mejores por el cauce que entraba en la hondonada y por la orientación del terreno.
         - Hacés bien, pero vos no podés pagar lo que valen.
         - ¿Quién te dijo? -  me interrumpió el Lucio - Para algo tengo la plata en el banco.
          Recordé que don Severo llevaba los ahorros al banco. “Una moneda sobre la otra”, me aconsejaba.
         - Me gustaría una casa con  ventanas sobre el lado del norte,  sobre el cauce que da a la quinta, por la orientación, ¿sabés? Ayuda a amainar los vientos - siguió diciendo Lucio Santos y se relamía los labios, acomodándose el pañuelo sobre la camisa de cuello recién planchado.
        - La Blanca está engordando, quien iba a decirlo, ¿no? Ella y de chiripa un gurí; cosas que pasan - y acariciaba la hebilla del cinto trenzado, cerrando apenas los ojos.
          “Cosas que pasan”  decía de fijo don Severo, mientras armaba un cigarro en el patio, cuando volvía de visitar a la Blanca.
         - Ojala el gurí tenga sus ojos - se entusiasmó el Lucio - del mismo color del romero dulce.
         - Ojos de romero dulce – repetí, acordándome de que así la piropeaba a la Blanca don Severo, cuando ella pasaba ondulando sus andares por delante de la chacras. Ahí nomás, me memorié del espíritu de don Severo Linares añejado en la botella. Y del día en que el Lucio Santos, se lo bebió de un trago, desesperado de amor por la Blanca.
          Volví a fijarme en las letras bordadas en el pañuelo.
   La L, .  La S.                   La  S, .  La L. 


                                                                              Lobos - Pcia. de Buenos Aires - Verano 2012      

                                                                              * * *                                            

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