jueves, 20 de diciembre de 2012

POR UN GRAFFITI

CUENTO
 

        En realidad todo empezó por un graffiti. Fue temprano, cuando crucé la calle, camino al trabajo. En la pared, alguien había escrito con aerosol, YO ME ISE ROPE EN LA YECA.
      Estampados en el muro descascarado, los trazos me llegaron en una explosión de recuerdos que me llenó la cabeza de la ausencia de Mercedes.
      Cuando ella decidió irse me quebré en un sentimiento de orfandad. Era tan profundo el vacío, tan filosa su lejanía, que yo empecé a vivir desterrado de mí mismo.
      Nos habíamos conocido un verano. Vivía entonces en El Palomar y trabajaba como ingeniero recién egresado en una fábrica de la capital. Un atardecer, al bajar del tren, tentado por el clima agradable, estiré la caminata desde la estación, dando vueltas por un boulevard de casas bajas. Pasé delante de un jardín.
      De espaldas, ella regaba un cantero de fresias. La melena oscura le caía sobre los hombros y canturreaba una canción folclórica. Apostando a que sus ojos serían claros, detuve un momento los pasos. Al levantar la cabeza, su mirada marrón se quedó fija en la mía. Como si el encuentro fuese natural, sonrió.
    Me fui acercando a la verja. Hablamos. Me gustó su simpleza, esa actitud franca, abierta que la precedía.  Desde aquella tarde, yo apuraba mi día pensando en llegar hasta su casa. Sin darnos cuenta nos fuimos enamorando.
     Una noche, su sonrisa me pareció triste, los ojos silenciados. La sentí distante. Una voz que no le conocía se le anudaba en la garganta y escapando de mis abrazos, entraba en mundos que yo apenas adivinaba. Me habló de sus sueños, esa incesante idea de donación que tenía siempre pronta.
    -Sos una heroína de novela -le dije molesto -.Siempre pensando en los chicos de la villa, de la escuelita. Siempre los chicos y la calle, y la soledad, y el abandono. Esa gente no cambia más Mercedes, entendelo. Son perros de la calle, mordiendo a los que pasan.
    -Vos no entendés –murmuró. Me pareció que le cerraban la boca mil palabras que prefería callar.
    Yo era joven, la quería. Supuse que mirábamos la vida desde la misma ventana, pero los sueños de Mercedes trepaban sobre los míos, que eran apenas sueños comunes. Para mí la vida pasaba por el éxito en el trabajo, el empeño en alcanzar una posición potable. Así, mientras avanzaba en mis logros personales, ella, perseguía enfervorizada afanes que yo no comprendía y se iba distanciando cada día más.
    Hasta que un anochecer de junio, al doblar la esquina y no verla, una neblina de inquietud me acompañó hasta su casa.
    Esperé en el muro del jardín. Toqué el timbre, golpeé la puerta. Caminé dos o tres veces la cuadra, fui hasta la plaza. Oscurecía sobre las ventanas cerradas cuando, más tarde, una sombra de soledad cubrió las medianeras.
    Me convencí de que Mercedes, estaría al día siguiente, esperándome, y con esa idea, caminé regresé a mi casa. Pero al día siguiente las ventanas seguían bajas. Hablé con los vecinos, nadie supo decirme dónde encontrarla. Algunos ni siquiera me contestaron.
    No la encontré. Ni la semana siguiente, ni la otra. Volví otras veces, muchas. Inútilmente. Llamé a Córdoba, donde vivía parte de su familia. Tampoco sabían de ella. Mercedes era un espejismo. Alguien que desaparecía sin dejar rastros en un país donde perdíamos familia, amigos, compañeros de trabajo. Un país amordazado donde hoy estaban y mañana, eran silencio.
    Quedé entonces tan herido que la culpé de mi desasosiego y traté de olvidarla. Hasta hoy, cuando esas letras torcidas sobre la pared escarchada de cal, me confesaron que también yo, sin ella, había sentido la intemperie brutal de la calle.
    Un sol delgado entibiaba la orilla del mediodía.
    No quise entrar en el estudio, me fui alejando por la avenida. Las pisadas me llevaron al barrio bajo de la vía y me quedé dando vueltas por la plaza. La misma por donde caminaba con Mercedes. Las mismas calles, un poco más estrechas que las de mis pensamientos pero con el mismo olor a jacarandaes.
    Pensé tomar un café y crucé la calle. Cuando iba a entrar en el bar un chico pasó arrimado a la pared. Casi tropezamos, tuve que hacerme a un lado, bajar el cordón. Me miró con rabia, por un momento pensé que iba a insultarme, pero escupió en la vereda y siguió de largo.
   Menudo y ágil, haciendo equilibrio entre las baldosas, se detuvo frente a la juguetería de la media cuadra.   A la distancia lo vi acercarse al vidrio. Como en un vitral de iglesia, la luz de la tarde se partía en espejos y le coloreaba el perfil de arcilla, los ojos abiertos.
   Su expresión me regresó al tiempo en que pasaba a buscar a Mercedes por la escuelita. En medio del alboroto de los chicos, ella, al verme, levantaba la mano para saludarme y en su sonrisa, cabía todo mi mundo. Un mundo que perdí, al perderla.
   Con pasos lentos me acerqué. En el escaparate de la juguetería, varias cajas de colores se apilaban. El chico, los ojos metidos en la vidriera, parecía hipnotizado. Seguí el camino de su mirada oscura.   Adelantando la cara al cristal, un deseo oculto pareció moverle el cuerpo. Sin siquiera conocernos, uno junto al otro, formábamos una sola imagen calcada en el cristal.
   -¿Qué mirás? -le dije oyendo mi propia voz como si saliera de otra garganta -. Él se retrajo.
   -Y qué si miro algo -contestó y siguió en la misma postura.
   -No sé, pasa a veces que uno quiere regalar algo. Fijate el auto rojo, o el mecano, está lindo el mecano, ¿no? –insistí, pero él siguió callado -Apurate antes de que cierren.
   El chico me miró ladeando la cabeza, sobre las orejas el pelo le caía sucio y liso.
   Pareció dudar, pero alzando los hombros, metidas las manos en los bolsillos de un buzo de color derruido se apartó de la vidriera. Entramos. Una sensación desconocida me llevó a un tiempo pasado. Pensé que es cierto que a veces se quiere regalar algo y de la manera más distante a la predisposición de comprar un regalo; como si en realidad quisiéramos recibirlo más que darlo.
   -Lindo el auto azul -dije señalándolo -.Seguro es importado, o ese tren, mirá ese tren, es un espectáculo. Los vagones, contá los vagones -añadí para entusiasmarlo, pero el chico negó con un gesto.
   Apoyado en el mostrador le indicó a la vendedora una pelota. La muchacha la retiró, iba a apoyarla sobre la madera cuando de un manotazo el chico se la arrebató de las manos. El sacudón la hizo trastabillar y fue resbalándose de espaldas tratando de enderezarse aferrada a una cajonera. Inútilmente intenté sostenerla, las piernas se le doblaron y ya estaba en el piso en el mismo instante en que el chico salía corriendo con la pelota apretada contra el buzo desteñido.
   -Vio como son, ¿no? A estos no los cambia nadie, ¿se dio cuenta? Buen turro el nene, mire que golpe me di, desgraciado -dijo la chica, sacudiéndose la falda -.Y así terminan, igual que perros, tirados por la calle.
   Pagué en la caja, el dueño mascullaba palabrotas mientras yo salía. Desde la vereda, pude ver que el chico, corriendo aún, entraba en una casa lindante a una fábrica desguazada a pasos de la avenida. Un pasillo largo de luz cenicienta, se lo fue comiendo.
   Desandando el camino llegué hasta el bar. Hacía frío. Nada mejor que un chocolate caliente para abrigar los sueños, recordé que decía Mercedes y me metí en el bar, pedí un submarino.
   Al salir, cuando doblaba la ochava volví a verlo. Arrimado a los muros de la estación, su figura flaca me pareció más frágil. No estaba solo; le pasaba el brazo por el hombro a una nena de melena oscura. 

  La neblina del anochecer, se estiraba débil por las medianeras, y la última luz del día le iluminaba el cuerpo menudo. Sobre la cara, como surcos arados, el rastro de una quemadura atroz, le llegaba hasta el cuello. Oblicua, la boca se hundía en un pozo apenas rosado. Un ronquido silbante le sacudió la espalda estrecha.
Pegado a ella, el chico parecía decirle palabras que la alegraban; ella dejaba caer la pelota y abría los brazos para recibirla. Se reía, con una risa herrumbrosa, chirriante, una risa deformada. No pude oír lo que hablaban. Ni me vieron, caminando un mundo que les pertenecía solamente a ellos.
   Y entendí. Entendí que por ellos, Mercedes había pensado en otro horizonte separado de mi horizonte estrecho. Por primera vez, el peso de los sentimientos que desvelan y nos hacen ir en su búsqueda, vino a habitarme.
   Supe al fin, que las utopías pueden llamarnos como bocas desde las paredes. Y que Mercedes seguía estando.


                                                                           
* * *

Al Lunfardo rioplatense se le agrega un costumbrismo que comparten Argentina y Uruguay en el que se  nombran "al vesre" (al revés) los vocablos. Un ejemplo muy conocido es Gotan por Tango. 

En este caso rope refiere a perro y yeca a calle, escrita esta palabra en la fonética vulgar con fuerte arrastre en la doble ele pronunciándola como ye. 
 

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