lunes, 22 de abril de 2013

COMO LOS DIJES DE TU PULSERA



                                                         CUENTO
                            
                                  


Aquel anochecer me había asomado a la ventana mil veces. Mil veces hasta que tu sombra dobló la esquina y tus pasos subieron las escaleras.
Apenas entraste, con las llaves apretadas aún entre tus dedos, pensé contártelo, pero no pude. Ni siquiera puedo hoy explicarme por qué no te lo dije.
Tal vez lo sepas ahora, y desde la distancia que nos une hasta sientas lástima por mí.
Porque estoy en el peor lado; aún peor que en el de la traición, en el de la cobardía.
En esta baldosa estrecha que piso sin poder sacar los pies de ella, porque el mundo no vale la pena ya caminarlo.
Recuerdo que mientras caía la noche, esperé que llegaras sentado en el borde del sillón del living. Una sed de fuego me subía por el pecho y fui hasta la cocina.
La radio sonaba como si un megáfono estuviera dentro de ella. Una canción insoportable me partió la cabeza. La misma que vos acostumbrabas a tararear como si la radio necesitase tu voz para ser radio.
La apagué, un silencio desconocido resbaló por mi cuerpo. La sed era ahora una sensación viscosa, que apenas me molestaba.
Volví al living; en la penumbra, cerré los ojos para volver a verte. Para verte como te vi por primera vez. Una figura inquieta, de pasos ligeros, como el tintineo de tu pulsera de dijes, que se percibe mucho antes de ver la mano.
Y esa pulsera de dijes era tu risa. Una risa libre de protocolo. Fresca y llana, invadiendo sin permiso los espacios, como si reír fuera tu derecho en un mundo donde las caras parecían máscaras sin boca.
Tal vez por eso, fue que vi tu risa antes que tus ojos o tu pelo, o tu cuerpo. Tu risa estirada sobre los dientes, ahuecada en la boca. Te vi a vos, pero seguida del eco desnudo de tu risa.
Nunca lo entendiste, nadie se enamora de una risa, decías riéndote. Tenías razón, nadie se enamora de una risa, y yo nunca pude hacerte comprender que yo era nadie antes de oír tu risa. Y vuelvo a ser nadie, ahora, hoy, ayer, mañana, desde el mismo instante en que tu risa, como siempre, despreocupada, irreverente, cruzó la esquina de un bar cualquiera.
Un bar cualquiera, en cualquier esquina, atestado de gente. Un lugar como tantos, con mesas en las veredas y toldos de colores.
Un lugar de encuentro de parejas enamoradas, que se buscan a la salida del empleo, y se estiran sobre los manteles cuadriculados para besarse. Y allí, tu risa.
Inconfundible.
Tu risa partida, fragmentada, deteniendo el ruido del tránsito y la rutina de los mozos. Tu risa acallando todas las voces, opacando las luces de neón.
Tu risa haciendo que ahora todo, fuera nada.
No sé si me detuve, o si la rutina me llevó hasta la puerta, puso la llave en la cerradura y mis pasos me dejaron entre las paredes.
Tal vez hasta haya caminado sobre el eco de tu risa, sin vida propia.
Cuando llegaste yo estaba todavía en la penumbra del horror.
Con los pedazos de tu risa en mi cabeza, vi como después de cambiarte preparabas una salsa en la cocina. Ponías el mantel sobre la mesa y una fuente ovalada. Vi como te sentabas frente a mí, partías el pan y bebías en la copa un vino dulce.
Vi tu servilleta replegada en el regazo y los codos apoyados en el borde de la mesa.
Tu boca masticando y tu frente inclinada, apenas borrada por el humo que subía desde el plato.
Pero no vi tu risa. Ni siquiera la sombra de tu risa en el pliegue de tus labios.
Ni el movimiento lento de tu cuello para darle paso, como si fuera un dique, a tanta como era. Risa más risa, atropellada.
Esa noche, te dormiste sin saber que yo sabía.
Nadie me lo había dicho, no necesité anónimos ni llamadas telefónicas para descubrir el engaño.
Ninguno me acercó la duda, la inquietud, con acento hipócrita, compasivo, como al pasar. Nadie, sólo tu risa. Justamente tu risa. Impiadosa.
Tal como había sido desde el momento en que nos conocimos, llegando sin aviso y sin fronteras, como el tintineo de tu pulsera de dijes.
Dormías con los brazos estirados, la cabeza doblada sobre el pecho, un pie alejado de la sábana.
Iba entrando por la ventana un color rojizo cuando pasé sobre la bata que, caída en la alfombra, parecía una ola arrugada y con las dos manos apreté la almohada sobre tu risa.*


                                                                             M.R.-C- * Derechos Reservados (2010)                                                                      


"De amores y desamores"
Editorial Dunken - 2010


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