jueves, 12 de septiembre de 2013

PERIODICOIRREVERENTES






Punto de acción

                                                 Cuento

                                                                               Por Marita Rodríguez-Cazaux

Mujer

 
Silvina había pasado la mitad de su vida tratando de encontrar al hombre.
Porque Silvina tenía una necesidad vehemente y desmedida de tener un hombre al lado.
No podía siquiera imaginar la vida sin un hombre, hasta le parecía que su propia sombra coincidía con sus ansias de compañía cuando se dibujaba solitaria contra la luz, sin un brazo protector sobre los hombros.
Silvina había suspirado, como todas las chicas de su tiempo, amores de telenovela y esperaba encontrar al protagonista ideal bajando las escaleras del subte, al cruzar una avenida, dentro de un ascensor. Una presencia milagrosa en medio de una fiesta o sentado en el banco de la plaza, que saliera a su encuentro con ojos encandilados.
Sin embargo, tal acercamiento no se concretaba y el sueño imperativo seguía de largo por su almanaque.
Acatando oportunos consejos familiares se anotó en un curso de italiano y en una maestría de cibernética, pero la competencia, más joven y mejor dotada, la fue arrinconando en una amargura que le boicoteó la carrera en el primer trimestre. Con esas perspectivas no existía otra salida que consolarse devorando novelones televisivos donde mujeres de su edad enamoraban muchachos imberbes, o sentirse en el cuerpo de las que, bailando por un sueño, provocaban hambruna sensual al ciento por ciento de la audiencia masculina. Claro que semejantes milagros no se dirigían a ella y ya había agotado todos los recursos que consideraba morales cuando se le ocurrió la idea. Iría a buscarlo.
Buscarlo y en el lugar más neurálgico del barrio, el lugar ideal para su propósito: el Supermercado.
¿Cómo no lo había pensado antes? sonrió desafiante frente al espejo; pero, la sonrisa se le fue borrando a medida que consideraba curvas y celulitis.
Su cadera tenía una afamada redondez conseguida a lo largo de años huérfanos de gimnasia y hubiera necesitado empeño y método para afinarse. Silvina no tenía tanto tiempo, así que se cortó un flequillo quinceañero para compensar su figura regordeta.
Con una remera dos talles menores y un par de zapatos empinados podría verme más estilizada, pensó Silvina, convencida de su carisma innegable al pintarse los labios de Rojo Cupido nacarado.
Sentada a la mesa de la cocina, apenas apoyada en la banqueta para no arrugar el pantalón de micro fibra, trazó su plan en una hoja.
Un plan metódico basado en el marketing de posibles hombres apreciables concurriendo al supermercado.
No sería cuestión de malgastar su tiempo en idas y venidas sin resultados positivos, y como todas las acciones de su vida habían sido orquestadas para sumar ganancias, lo primero que desechó fue el prototipo del desocupado.
Estudió la franja horaria donde pueden encontrarse los desempleados, sin prisa, vagando entre las góndolas, con disimulada intención de encontrar oportunidades para estirar sus ahorros hasta fin de mes.
Silvina tampoco admitiría a los tacaños porque ella quería hacer su negocio, conocía muy bien a los hombres mezquinos, nadie podría engañarla en ese punto porque ella misma era una experta en el arte de la codicia.
No estaba dispuesta a compartir sus bienes con advenedizos, su plan era claro, ella quería un hombre que le sumara bienestar.
Tachó las horas en que aparecen los jubilados, tan fáciles de reconocer oteando etiquetas de precios, corriendo apurados para rescatar las gangas antes que los otros y comprando yogures con vitaminas. Además los jubilados del barrio de Silvina no eran interesantes, apenas un eco afónico de lo que fueron, una imagen lastimosa detenida frente a los exhibidores de dulces y licores.
Silvina dejó afuera de su plan a los miopes, seguramente porque también ella era miope y no quería rememorar vergüenzas tratando de barajar latas que caían en cascada hasta el piso mientras todos los ojos la miraban acusadores.
Ella era una mujer todavía apetecible, dedicaba buena parte del día a restaurar las arrugas, delinearse los ojos, descubrir su escote y quería que el hombre elegido lo advirtiera sin necesidad de anteojos.
No iría tampoco a media mañana, cuando el súper se inunda de chicas musculosas y perfectas dentro de conjuntos deportivos, con perfiles sostenidos a fuerza de horas de pilates.
Sería demasiado cruel para ella que nunca había tenido una juventud sin riesgo de peso y recién ahora, a esta edad mediana, se sentía reivindicada frente a las que había envidiado décadas atrás, siempre a la moda con sus jeans desteñidos y remeritas escotadas.
Además no tenía intenciones de parecer más joven por el momento, porque tampoco apuntaba su búsqueda a un chiquilín con profesión inconclusa y sin ahorros que compartir.
Silvina quería un hombre de su edad, con una actividad establecida y cierto nivel que facilitara viajes y salidas, un hombre dispuesto a dedicarle a ella el resto de sus días.
Y para eso descartaba a los casados, o a los que estaban siempre tratando de descasarse, que eran peores.
Silvina no iba a soportar terapias de pareja ni ayudas sicológicas para sostener la autoestima de un separado ni quería ser cómplice de mentiras de inseguros. Ella aborrecía a los disfrazados de seductores y atados como perros falderos en el patio de su casa.
Ya sabía bastante de rechazos y desamores, había fracasado en noviazgos adolescentes y en dos oportunidades formales de compromiso se quedó con la ficha perdedora, pero eso no impidió que todos los días soñara con encontrar la mirada de un hombre.
Y más que la mirada el olor, porque Silvina tenía un olfato innato, casi obsceno a la química varonil y además era absolutamente apasionada. Y a eso iría al supermercado, a encontrar toda la pasión que se le había escapado durante tantos años.
Recorrió los pasillos entre las góndolas y sólo vio mujeres apuradas, inquietas, aprovechando las ofertas del día.
No es la hora adecuada, se tranquilizó Silvina y se marchó con el maquillaje impecable, el flequillo inmóvil de espray y los pies doloridos.
Dos días después caminaba las cuadras que separaban su casa del punto de acción con el mismo sentimiento arrogante.
Hoy será distinto, prometió resuelta y entró en el súper, empujando el carrito como si fuera un arado dispuesto a abrir surcos en tierra maciza sorteando góndolas, espiando entre los espacios de los estantes vacíos la silueta del hombre buscado.
Pero el súper era un laberinto de parejas jóvenes que compraban cajas de hamburguesas y enlatados y ni siquiera fue tenida en cuenta en la fila donde mujeres embarazadas y chicos en cochecitos le ganaban de mano para llegar a la caja.
Será mañana, dijo parpadeando con dificultad por el rímel recargado de las pestañas, dibujando esa mueca de media sonrisa que la ayudaba a quedar bien con todo el mundo y caminó las cuadras que la separaban de su casa.
Como el martes era el día de ofertas en productos de lencería, su agudeza consideró que no era tema tentador para un varón y dejó de lado la visita, aprovechando para teñirse y ponerse una máscara antiarrugas.
Cuando al día siguiente entró balanceándose en sus botas nuevas, el súper era un enjambre de hombres con caras de maridos consecuentes, llenando el carro de montañas de verduras, frutas y comestibles para familias numerosas, con listas interminables, conectados a celulares para confirmar marcas y calidad.
Silvina tuvo un ataque de pánico. Se volvió arrastrando los pies, con la cabeza desequilibrada y respirando apenas, con un repasador decorado y una caja de fósforos en la bolsa de nailon, odiando a las esposas de hombres tan considerados.
Pero ella era una mujer fuerte y decidida a conseguir su meta. Debía continuar con la búsqueda sin claudicar.
El hombre que buscaba tenía que ser libre y era lógico que un hombre libre, a la vuelta del trabajo pasara a comprar comestibles para la cena.
Era una buena oportunidad para ella, iría directamente a los congelados y a los postres envasados, no iba a detenerse en otras compras y si estaba atenta lo vería aparecer en las cajas de menos de diez productos.
Silvina se plantó cerca de esas cajas y esperó. A la media hora se dio cuenta de que los muchachos que pasaban a su lado no eran el prototipo que ella perseguía.
Prolijos, impecables en trajes de corte perfecto y floreadas corbatas de seda, retiraban con mano experta lo justo para no engordar un gramo de más. Carnes magras, pescado, aceites naturistas, alguna bebida de precio, y una rápida pasada por el sector de cosmética.
Sin esperanza, Silvina pagó el paquete de jabón en polvo pensando que los horarios post laborales no daban buen resultado. Quedaba esperar el viernes y probar mejor suerte.
Lamentable. El viernes no había hombres porque los hombres salen los viernes.
Eso no tiene refute pero el afán de Silvina no conocía fronteras y su inconsciente negó que los hombres se encontrasen con sus amigos los viernes.
Hasta los que no tienen amigos encuentran alguno con quien verse los viernes a la noche. Y los que no salen, están tirados en el sillón comiendo pizza y mirando el partido, los pies estirados en pantuflas y el pijama a punto de estallar sobre el estómago.
Es imposible que un hombre esté libre el viernes a la nochecita y más imposible que vaya al supermercado, tan improbable que Silvina no vio un solo hombre mayor de cinco años en todo el recorrido.
El sábado estaba tan contrariada que ni siquiera fue al cine ni leyó el horóscopo y eso que ella confiaba ciegamente en las predicciones de los astros. Fanática de la importancia de los signos, de las cartas natales, de las velas rojas, estaba tan deprimida que se olvidó de regar la ruda macho que se secaba en el balcón.
Pero Silvina no era de amilanarse, cosas peores le habían pasado así que cuando ya se metía en la cama, con un rulero en el flequillo, una idea perfecta le iluminó la cara.
-El asado del domingo -susurró- Manadas, encontraré manadas, miles de hombres disponibles esperándome para ser felices -se prometió y se quedó dormida en una escenografía de abordaje.
Pero el domingo al mediodía todos los hombres llevaban ojos soñolientos y barba desprolija y eran tan semejantes unos a otros que no pudo diferenciar casados de solteros. Ni neuróticos, ni laboriosos, ni vagos.
Silvina, encerrada en una penumbra fría, se arrimó a una heladera de lácteos y sintió cómo las piernas la iban abandonando y caminaban solas hacia la salida, mientras ella se quedaba en el suelo, estirada, con la mirada perdida en las luces brillantes del techo.
Quiso levantarse, pero al apoyar la mano en un estante, cayeron como clavas de bowling, las botellas de whisky importado.
A Silvina le pareció que las luces brillantes eran ahora fogonazos inquietos, lo mismo que le pasaba cuando el oculista le hacía fondo de ojos y le costaba enfocar los objetos.
Una voz lejana fue acercándose hasta su cuerpo y trató de acomodarla en una silla.
-Típico -dijo la voz -Lo supe en cuanto la vi, no se me escapan estas milonguitas. Las reconozco enseguida, mano firme sobre el carro, ojos atentos, paso directo hacia la góndola de bebidas importadas o los perfumes masculinos. A eso vienen al Supermercado.
Silvina sin fuerzas, sintió que las lágrimas le caían por la cara.
-A ésta, seguro la manda un tipo. No hay duda, basta verla cómo se arregla para él. Pobre idiota, una de las que siempre están rodeadas de hombres que las usan -aseveró la voz.
Silvina quiso estirar la espalda para erguirse, pero las sandalias con taco aguja se lo impidieron.
-Pero al que anda con ésta, no le van a quedar ganas de mandarla más por acá.Veremos si es tan macho como le hace creer a esta vampiresa cocoliche -remató con acento despiadado la voz.
Y mientras la voz la cubría con aliento de desprecio, Silvina, los ojos perdidos, abría y cerraba la boca sin que las palabras apretadas en la garganta, pudieran salir de sus labios pintados de Rojo Cupido nacarado.
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Nota del Autor: El cuento toma como punto de desarrollo un artículo periodístico publicado sobre  estadísticas que hacen las consultoras sentimentales en los supermercados.


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IMAGEN: pertenece a periódicoirreventes.
Enlace amigo: antología inmigrante argentina, de María González Rouco.

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