miércoles, 9 de octubre de 2013

LA JARRA





CUENTO
                       

                                                                                Por Pablo Emilio Palermo


      Cuando vi que sobre la bandeja descansaba también una enorme jarra de agua pensé en buscarle una solución rápida al asunto. Me había anticipado en casi media hora al encuentro, tiempo más que útil para saborear el café y para repasar en mi mente lo que debía decir. La jarra era pesada, de metal, antigua.  Recordé una jarrita que guardaba mi abuela Ernestina y que era juguete de mis años niños. El recuerdo de la casa de la calle José Antonio Cabrera se encendió en esos prolijos instantes en que el azúcar su hundía en el negro líquido. En mi mente se contaban la vereda, los perritos, el patio con sus macetas gigantes, las verdes plantas, la sombra de mi abuela y de mis tíos. El café estaba delicioso, dulce. Consideré que repetir en silencio lo que debía decir me consolaba y hasta me servía de ensayo para un correcto hablar, sin tartamudeos ni dudas. Una cosa era hablar solo, encerrado en mi habitación, y otra muy distinta enfrentar una realidad de rencores y agachadas.
      Cargar con la gustosa carpeta que guardaba copia de mi último artículo publicado me daba plenitud, como si con ese resultado editorial pudiese enfrentar la siguiente adversidad. La adversidad que, en minutos, se hallaría de pie junto a la mesa.
      Bebí entonces un primer vaso de agua. No tenía sed pero me sentí obligado a hacerlo. Con lentitud dichosa contemplé la introducción a mi trabajo, aprobé las fotografías y volví a aquella primera nota al pie que reproducía el bello pensamiento de un poeta antiguo. Sentía que los minutos no pasaban, que el pocillo vacío quedaría ahí por tiempo indeterminado, que la avenida Córdoba precipitaba sus automóviles y colectivos y hubiese querido salir corriendo de allí para treparme a uno de ellos y llegar a mi casa en cuestión de minutos.
    Bebí el segundo vaso de agua y mi vientre lo recibió con fastidio. La jarra tenía aún su contenido, Viviana caería en cualquier momento y lo peor podría desencadenarse apenas comenzada la planeada introducción a mi discurso. Concentrado en esos sucesos pensé que no debí precipitar los acontecimientos ni fastidiar su voluntad de olvidarme. Ella dedicaría solo unos minutos a mi persona y después viajaría con él quién sabe a qué lugar. Siempre lo mismo. Acreedor a la miseria de un encuentro, de un café invitado, de un “¡Nos vemos pronto!”, aunque en esa tarde sabía yo que la provocación ensayada le caería en la brutal irreverencia de dos o tres atolondrados pesares de mi alma, de los cuales jamás se olvidaría.
    La mujer que ocupó la mesa de al lado era alta y flaca. Los lentes oscuros le daban la drástica ubicación de “mujer fatal”, de oscura señora malvada y jefa de alguna oficina céntrica. Así imaginé su pasado. Lamenté en mi intimidad que tuviese entre sus manos cuidadas el inoportuno aparato de telefonía celular. ¿A quién enviaría un mensaje? Hubiese querido acercarme y explicarle que podríamos escribir algo juntos, algo que implicase trabajar a la par, investigar libros y documentos. La señora pidió una gaseosa. Yo la miraba.
     El tercer vaso de agua dejó seca la jarrita. Me sentía pesado, resultado de aquella obligación acuosa de beber sin tener ganas de hacerlo. Volví a mi carpeta y gusté nuevamente de lo publicado, elevación que ni Viviana, ni la mujer de al lado podrían nunca comprender sumidas como estaban en aquella rutina de computadoras, celulares y secundarias obligaciones sabiamente interpretadas por mi intuición: vacaciones exigidas, recitales de rock carísimos, paquetes turísticos, gimnasias modeladoras.
      La mujer de los lentes entretuvo mi imaginación por algunos instantes, instantes que sucedieron al repaso de mi trabajo publicado y precedieron a la llegada de Viviana.
     Viviana pidió un café apenas cortado. Me dijo que tenía poco tiempo y me preguntó para qué la hacía citado allí. Estaba enojada. Las manos descuidadas, los labios malamente pintados, el pelo viejo y largo me generaron la debida ternura, me unieron a su desamparo.
    Traté de no interrumpir su bronca. Asumí nuevamente sus justos reproches sobre mi persona y aguardé a que terminase su bebida.
     - Después no digas que no te dejo hablar. Me llamaste urgente y ahora no decís nada. Qué querés.
     El “Qué querés” hundió las rastreras esperanzas que todo hombre conserva en su interior cuando una mujer lo deja. No había vuelta atrás. Empecé con lentitud a hablar. Fui dañino, traidor y hasta grosero. Viviana se veía enfurecida, contenidamente enfurecida por las circunstancias de estar sentada en un establecimiento público. Seguí generando mi pobre discurso y cada vez sumaba más y más abismos de mínima crueldad. Me callé la boca. La mujer de la mesa de al lado ojeaba una revista: supuse que toda ilustración se vería sombreada por los anteojos de sol que seguían ocultando aquellos ojos que yo jamás conocería.
     Logré, por fin, que Viviana estallase. Pero esta vez mi astucia sobrepasó su ataque. Cuando tomó la jarra para arrojarme el agua, como lo había hecho en aquel vergonzoso mes de marzo, se encontró con la seca agresión sin líquido. Los pocillos también estaban vacíos. La gaseosa de la mujer de la otra mesa estaba lejos de su alcance. Quedé con el válido triunfo de la ropa seca, aunque sus palabrotas fueron golpe para los demás clientes, sobre todo para la mujer de los lentes, que fijó su vista en la oprobiosa escena para luego retornar a su mundana lectura.



* Pablo Emilio Palermo - Buenos Aires, 1967 
   Contador Público. Miembro del Instituto Sarmiento de Sociología e Historia y de la Asociación  Sarmientina.
   Historiador, ensayista, poeta, escritor.
   Colaborador en numerosos periódicos y revistas.
   Ha publicado Esteban Echeverría, historia de un romántico argentino (2000), El hombre de Mayo: memorias de Cornelio de Saavedra (2003), Sarmiento en el Estado de Buenos Aires (2007), Los viajes de la vejez de Sarmiento (2009), Nicolás Avellaneda en las letras argentinas (2012).




La Jarra - Cuento - Todos los derechos y atributos son propiedad del Autor, quien ha tenido la deferencia de permitir su exposición en el presente blog literario. 


Imagen: Bar La Poesía (Internet)

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