jueves, 2 de enero de 2014

PERIÓDICO IRREVERENTES - CUENTO


EL SANTO





El aguacero penetró más allá de las casas; fue internándose en cada uno de sus habitantes, sacudiéndolos como si fueran barcas flotando a la deriva tratando de llegar a las costas.
Aguas castañas tapizaban las calles y doblaban en las esquinas con fuerza, salpicando de espuma sucia las paredes, entrando desvainadas por las ventanas bajas, dejando surcos de lodo en sus lamidas.
Avanzaban las noches y los días oscuros, con chispazos de relámpagos azules, partido el cielo por truenos desgañitados.
Con las miradas perdidas en la lluvia, apretujados en el lugar más alto, los vecinos, ateridos, sostenían en los brazos lo que no podían permitir que se llevara el agua: chicos arropados en mantas, fotos, documentos, herramientas, algún ahorrito, gallinas, corderos recién paridos.
Siempre olvidados, abandonados a su suerte bajo un cielo cruel y rotundo, veían pasar frente a sus ojos, animales muertos, árboles tronchados, enseres de faena, tranqueras, carros, cobertizos. Todo lo que poseían se les iba cayendo dentro de la mirada llena de agua, casi sin espacio para la ira.
La inundación llevó oleadas de tinta a los diarios. Los noticieros mostraron las zonas devastadas sobrevolando en helicóptero el pantano. Asociaciones humanitarias aprontaron médicos y fármacos.
Desde su oratoria radial, políticos altruistas anunciaron que la ayuda iría en camino y, dentro de sus impermeables italianos para no desentonar con el pronóstico climático, dieron órdenes indeclinables por celulares con la intención caritativa de una inmediata solución. Alguno de ellos, recorrió solidario dos calles con escolta partidaria, que lo cubrió con protocolario paraguas importado. El más noble de los ejecutivos dejó un momento su lobby para cerciorarse de que las chapas de cinc y los colchones llegaran a destino. Una multinacional envió calzado deportivo de última moda para los chicos y un exitoso grupo de rock donó parte de la recaudación del festival que fue aplazado por mal tiempo.
Todo parecía bien encaminado en medio de tanta pérdida cuando, navegando por el lodazal, cubierta de ramas, apareció una talla. A media distancia, podía advertirse que la figura se apoyaba en un báculo y tenía la diestra extendida.
Al verla, las viejas se santiguaron y alargaron los brazos hacia la imagen que en remolinos aparecía y desaparecía en medio del barro chirlo.
Estirándose sobre la alfombra resbaladiza, el hijo del gringo de la chacra, se colgó de un cable desatado, de un manotazo la rescató.
Todas las voces se alzaron en preces mientras una de las maestras la abrazaba sobre su pecho liso y le pasaba un pañuelo mojado para limpiarla.
De las manos de la señorita a las manos de todos fue la imagen y, a medida que los brazos se tendían para tocarla, como por milagro la lluvia torrencial iba volviéndose más fina, adelgazándose hasta caer como garúa luminosa.
No dudaron un instante; la talla de madera tosca que había llegado por la cuesta, en medio de los desechos, era un Santo. Un Santo que ponía sobre ellos su mano de bendiciones.
Y la bendición llegaba, como siempre llegan las bendiciones, desde ese gesto de alzada mano derecha, mostrando la ruta de los justos, extendida hacia el claro lugar donde se goza del paraíso prometido.
Bajo la llovizna fueron descendiendo en procesión hasta la iglesia; descargaron sobre sus puertas cerradas enardecidos golpes de fe y entraron con el Santo, exaltados y cantando, chorreados de agua.
Pronto el cura organizó ceremonias y súplicas, un manto de incienso opacó las velas de sebo mareándolos de misticismo.
Dejaron al Santo en el altar mayor, todavía patinado de bruma olorosa y salieron al campo bajo un cielo de cuarzo, donde las nubes, indiferentes a semejante aparición, se tornaban más oscuras hacia el norte y, empecinadas, volvían a descargarse.
A medida que la noche iba avanzando un sentimiento desconocido se esparcía; cada paisano era una llama titilante a la intemperie, en espera de que dejara por fin de llover porque nada más les quedaba.
Amaneció frío y gris, con chispazos metálicos que se fueron apagando en las primeras horas de la tarde, mientras la tierra chupaba los charcos y aparecían manchones brillantes de pasto.
Había dejado de llover. El milagro era real. El Santo los había salvado del diluvio y de las olas barrosas, devolviéndolos a la luz.
No había duda. Pero, ¿quién de tantos santos, era el Santo? se preguntaron.
La hija del farmacéutico, siempre en éxtasis, dijo que debía ser patrono de tempestades, la catequista aseguró que era un mártir de los primeros tiempos y el librero juró que pertenecía a devociones medievales de romanos conversos, tal vez recordando algún libro de historia celta.
La superiora del colegio de monjas opinó que por su aspecto ascético se trataría de un anacoreta trapense, un ermitaño cisterciense, un monje impoluto y sugirió llamarlo “El Bien Llegado”, nombre que sonó a todos oportuno.
El Santo sería entronizado solemnemente. Para tal celebración el obispo prometió concurrir apenas bajaran las aguas y el patrón de la estancia, arrepentido de sus pecados carnales, se comprometió a pagar los gastos que generan siempre los milagros inesperados.
Hábil conocedor de su oficio, el ebanista se ofreció a restaurar la imagen y, a pesar de su fama de distraído, aceptaron la proposición.
Así, se dispuso el día de la fiesta.
Apenas abierta la mañana, “El Bien Llegado” salió de la iglesia en andas hasta el lugar donde lo habían descubierto.
Iba adornado con flores y puntillas, dando tumbos apoyado en hombros de cofrades de una hermandad recién estrenada, que lo mecían según sus estaturas y su cansancio.
Venidos del pueblo cercano y de la cañada que cruza el río, lugareños y curiosos enterados de sus proezas, envarados en filas prolijas por la carretera que circunda las huertas y el vivero, llegaron a la cima.
Un calor húmedo, casi divino, los mecía mientras escuchaban ensimismados las palabras del cura, apiñados para ver al Santo de cerca, para rogarle, para tocarlo, para sentir sobre ellos las bendiciones que caían de su mano derecha.
Balanceándose, agobiado de tanto adorno y almidón, “El Bien Llegado” pareció detenerse un instante frente a la maestra de piano que confortada por el agricultor correntino, lagrimeaba emocionada. Aquietando apenas la marcha como para tomar aliento, el Santo los acarició a los dos a un mismo tiempo con una brisa piadosa, perfumada de tomillo. Sin entender, se abrazaron fuertemente, ella llevándose el pañuelo a los ojos, él cabizbajo.
Sobre el lado de las fincas que rodeaban los colmenares, el farmacéutico envalentonado por primera vez contra las burlas de su amor de viejo, sostenía el brazo de la chica de la mercería, estirando el cuello para que el Santo lo iluminara en medio de tal gentío, sintiendo que el pecho se le ensanchaba con una respiración más fresca.
Junto al herrero, su mujer con la blusa suelta sobre el vientre redondo, desviaba miradas agradecidas al Santo, pensando bautizar al hijo con un nombre que resumía hermosamente tantos años de esperanza.
El capataz del criadero miró de reojo la imagen que ya entraba en un arco de flores y juró correr el alambrado que cada mes estiraba un palmo sobre terreno ajeno, si el Santo oía sus plegarias, que no eran otras que acrecentar las tierras de pastoreo.
Anarquista irreverente, el dueño del almacén, en un impulso impensado sumergió en los bordados que como azucenas abiertas salían de la túnica del Santo, al boyerito de pelo hirsuto, que miraba la figura de madera con ojos brillantes como hojas de ligustro.
Debajo de la glorieta de alelíes, mientras las campanas doblaban agigantadas por la distancia, el Santo, enfrentado a todos, parecía fatigado.
Al momento, un viento zumbón movió las ramas de los álamos y los ceibos de la lomada, el cielo se puso plomizo y hombres, mujeres y chicos, miraron unas nubes rosadas y gordas que aparecieron por el cerro.
Temeroso de que el mal tiempo hiciera nuevos estragos, el cura los amotinó alrededor de “El Bien Llegado” y arracimados partieron, bajando casi corriendo con el Santo a cuestas, cuando caían las primeras gotas.
En la iglesia lo dejaron, coronado de clavelinas y con expresión extenuada.
Cuando volvían, dispersos por los caminos, el techo de cinc del corralón se iluminó de un gris metálico que hizo vibrar los postes del alumbrado y una lluvia pareja y cenicienta empezó a deshacerse sobre la tierra.
-El agua…- susurró el pocero y todas las voces se le unieron, asustadas de los chispazos verdosos sobre el valle.
-La lluvia, la lluvia -recitaba la maestra y le hacían coro las monjas del asilo, pegados los velos negros sobre las cabezas, acordándose aterradas del chapoteo sobre los pastos, con los chicos en fila, las piernas enterradas en el barro, hasta llegar salvos a la estación.
Inquietos, volvían a vivir el temor pesado de aquella noche cuando se desplomó sobre el pueblo el aguacero feroz que desdibujó las hileras de los primeros ranchos y las acacias. Recordaron la cortina de penumbra que se había cerrado hacia el sudeste tapando los silos y el molino, rasgada en desparejas cuchilladas.
En medio del abatimiento, también mojada, unida a la cadencia de la misma lluvia, una voz empezó a cantar preces y, como si la letanía se les metiera a todos en la boca, un coro de voces atronó los campos.
Encerrados en un miedo acostumbrado, encogidos, les resultaba difícil imaginar que las lluvias cesarían; sin embargo, el agua fue adelgazándose hasta convertirse en una llovizna inofensiva, tan leve como un murmullo.
Descubrieron sobre las chacras una garúa débil que caía oblicua y mansa sobre los aleros. El celeste acerado del cielo iba atenuándose gradualmente con resplandores quebrados sobre la silueta del terraplén.
Inmóviles, advirtieron que las nubes de herrumbre se deshacían y un ocaso luminoso emparejaba en el horizonte un arco iris perfecto.
Apurando el paso se abalanzaron a la iglesia y entraron en corrillo, prontos a darle al Santo muestras de gratitud.
Pero no lo encontraron en el altar, ni en el púlpito, ni en la sacristía. No estaba en los resquicios de los confesionarios ni en los ángulos de las columnas. No estaba detrás del armonio ni en el coro.
¿Dónde estaba el Santo? ¿Cómo iba a abandonarlos? ¿Acaso no había llegado para quedarse, para colmarlos de bendiciones con su enhiesta mano derecha?
“El Bien Llegado” era de ellos. Era ellos mismos.
Era sus casas, sus sembrados, su futuro. El Santo era sus sueños, no podían permitir que desapareciera, imposible vivir sin sus intervenciones beatíficas.
Esperaron arrimados al altar, sin moverse de la puerta, sentados en los bancos, atisbando agazapados cada rincón, pensando que no existen temporadas de descanso para los santos.
Montaron guardia por si a “El Bien Llegado” se le ocurría regresar a horas destempladas, acostumbrado como estaba a aparecer imprevistamente, pero la ausencia persistía y una tristeza lánguida iba cayendo sobre el pueblo.
No querían, no podían esperar más. Algo había que hacer para recuperar los milagros.
Decidieron entonces tratar el tema con gente versada y formando un comité de gestiones urgentes se reunieron en la cantina del entrerriano.
Bajo los oficios estratégicos del comisario, el justo consejo del estanciero, la opinión autorizada del cura y la discreta participación del ebanista, se concretó la idea.
“El Bien Llegado” estuvo otra vez sobre su altar.
Su presencia mística, llenó de chicos el hogar del herrero, llevó justicia a las tierras apropiadas, casó al farmacéutico con su novia, el boyero heredó el almacén, la maestra de piano supo de amores entonados por chamamés correntinos.
Volvieron a ver los campos arados, las hojas de los árboles reverdeciendo y las chacras peinadas con ondas de sembradío.Y en la hornacina de la iglesia, bajo arcada de flores y luces, anunciando que todo es posible si lo deseamos, “El Bien Llegado”, con el rústico báculo en la diestra y la mano izquierda tendida y bendiciendo.
Brillante de barniz, ahogado de puntillas. Por siempre milagroso.


Marita Rodríguez-Cazaux - Del Glamour a la ciénaga - Editorial Dunken                                                              
Publicado por Periodico Irreverentes
Imagen: Periodico Irreverentes Internet 

No hay comentarios:

Publicar un comentario