domingo, 17 de agosto de 2014

RELATOS


Uno, dos, tres.

Por Fernando Veglia
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En un edificio oscuro y avejentado, recostado sobre la calle Sarmiento, estaba el estudio jurídico “Gutiérrez y Asociados”. En un pequeño ambiente, destinado a la recepción, atendía llamadas telefónicas y clientes Omar Güero, un hombre de cuarenta años, que trabajaba, hacía por lo menos dos décadas, para la adinerada familia Gutiérrez.
El estudio jurídico estaba al mando del hijo menor de don Gutiérrez, Óscar. Un muchacho, haciendo sus primeras armas en la profesión, asociado al abogado de su padre, Juan Carlos Bedart.
Los clientes no eran amables, ni cordiales, eran personas con problemas por resolver. Los había de toda clase, desesperados, violentos, llorones, irónicos. Omar Güero, con su inagotable paciencia, los contenía y comprendía. Lo que no comprendía, acostumbrado al trato respetuoso de don Gutiérrez, eran las actitudes de los abogados y, a veces, las de Óscar y Bedart.
Nueve de la mañana. Omar llegó al estudio, encendió algunas luces y el ordenador del despacho. Sonó el teléfono.
—Estudio Gutiérrez y Asociados, ¿en qué puedo ayudarle?
—Hola, buenos días, ¿está el doctor Gutiérrez?
—No se encuentra, ¿quién habla?
—El doctor Viti. ¿A qué hora llega?
—En media hora.
—Dígale que es urgente, por favor. Que me llame. ¿Tiene mis teléfonos?
—Sí, doctor. Hasta luego.
—Hasta luego.
Nueve y media de la mañana. Omar leía los titulares del periódico matutino, mientras bebía té. Sonó el teléfono.
—Estudio Gutiérrez y Asociados ¿En qué puedo ayudarle?
—¿Llegó el doctor Gutiérrez?
—No ha llegado. ¿Quién habla?
—El doctor Viti. Ayer, me dijo que llamara a las nueve. ¿Usted sabe si está en la  casa?
—No lo sé. Todavía no llegó al estudio. Seguramente está por llegar.
—Por favor, dígale que me llame. Es urgente.
—Sí, doctor. Hasta luego.
—Hasta luego.
 Diez de la mañana. Omar ordenó la agenda del día, comenzó a redactar unos escritos. Óscar Gutiérrez ingresó al estudio.
—Buen día, Omar. ¿Llamadas?
—Buen día, señor Gutiérrez. El doctor Viti llamó dos veces. Pidió que lo llamara, con suma urgencia.
—Si vuelve a llamar, dígale que no estoy.
El doctor Gutiérrez, encerrado en su despacho, comenzó a realizar llamadas.
Diez y media de la mañana. Omar estaba a punto de irse; debía realizar un depósito bancario. De pronto, el timbre del teléfono lo interrumpió.
—Estudio Gutiérrez y Asociados, ¿en qué puedo ayudarle?
—¿Llegó el doctor Gutiérrez o no me quiere atender? —preguntó Viti con fastidio e ironía.
—El doctor no ha llegado –contestó Omar con calma.
El silencio invadió la conversación telefónica.
—¡Usted me está tomando el pelo! ¿Sabe o no sabe a qué hora llega? –preguntó Viti a voz en cuello.
Omar, revestido de la concentración que envuelve a los cirujanos antes de realizar una intervención, contestó: – A las nueve y media, tenía entendido, iba a estar aquí. Pero debe estar retrasado, porque no se ha comunicado conmigo…
—¡Dígale que me llame! –Gritó Viti
La comunicación concluyó abruptamente. Omar, algo molesto, fue al banco.
Dieciséis horas. El doctor Bedart ingresó al estudio jurídico.
—Buenas tardes, Omar ¿Cómo le va?
—Bien doctor. El señor Óscar está en el despacho. El doctor Viti llamó reiteradas veces.
Bedart hizo un gesto de alarma, miró el rostro de Omar agresivamente y su color de piel lechoso mutó en el rojo intenso de una brasa, hasta que su boca expulsó fuego en un grito: –¡Me tiene que avisar al teléfono móvil!
—Señor, yo…
—Señor nada. ¿Hace cuánto que trabaja acá?
—Hace seis meses, pero permítame explicarle…
—¡No me explique nada!
Bedart dio por terminada la conversación, encerrándose en el despacho donde estaba Óscar Gutiérrez. Estalló un griterío.
Omar, con los ojos envenenados, abrió el primer cajón de su escritorio, tomó las llaves de su hogar, la billetera y una pequeña agenda. Se fue sin saludar a nadie. Su alma y su cuerpo contenían una carga de odio enorme y temía derramarla, por accidente, sobre otra persona. Necesitaba llegar a su departamento, a un refugio.
Caminar lo relajaba, no le interesaba volver a la oficina, disculparse con Óscar y Bedart o, lo que era peor, volver a escuchar al doctor Viti. Sentía amargura, le habían faltado el respeto. Concentró los pensamientos en su esposa; la sorprendería llegando temprano. Ese día, como tantos otros, necesitaba contención.
Omar ingresó rápidamente a su departamento, sorprendiendo, en el living, a su esposa con un hombre desconocido. Sin decir palabra, ni siquiera pedir una explicación, entró en la sala, caminó hasta el balcón y, parándose en la baranda, gritó: “¡Gutiérrez, la madre que te parió!” Ante la sorpresa de sus dos únicos espectadores, saltó al vacío.
Omar ingresó rápidamente a su departamento, sorprendiendo, en el living, a su esposa con un hombre desconocido. Corrió hacia el extraño y lo golpeó hasta que no presentó ninguna resistencia. Lo había matado. Buscó a su esposa con la mirada; hablaba por teléfono entre lágrimas y jadeos. Seguramente estaba pidiendo socorro a la policía. La derribó de un golpe, dejándola inconsciente. La arrastró hasta el balcón y la arrojó al vacío. Sólo restaba vengarse de Óscar y Bedart.
Omar ingresó rápidamente a su departamento, sorprendiendo, en el living, a su esposa con un hombre desconocido. Saludó cordialmente a ambos. La mujer le presentó al marido de Anita, vecina del octavo “A”. Anita estaba en la cocina. Compartió con ellos el infortunio que lo había desequilibrado y, para su beneficio, la pareja le ofreció trabajo, con un sueldo que doblaba al que tenía.
Omar ingresó rápidamente a su departamento, sorprendiendo, en el living, a su esposa con un hombre desconocido. Rompió en llanto. El amante de su esposa, aprovechando el momento de debilidad, escapó. Ella sólo atinó a abrazarlo y a explicarle lo sucedido.
Omar ingresó rápidamente a su departamento, sorprendiendo, en el living, a su esposa con un hombre desconocido…
La hoja, transformándose en una pantalla, permitió que el escritor observase la situación, como quien mira un programa de televisión. Omar, el personaje, lo miró fijamente, estiró sus brazos y tapó la hoja pantalla.
El escritor, incrédulo, volvió a escribir: “Omar ingresó rápidamente a su departamento, sorprendiendo, en el living, a su esposa con un hombre desconocido” La hoja volvió a transformarse en una pantalla. Omar, paralizado, miró al escritor y gritó: “¡No me hagas la vida infeliz! Estoy cansado de ser tu personaje, de tu manoseo ¿Quién te pensás que sos? ¿Cuántos malos posibles finales escribirás?
—Yo escribo el final que quiero –contestó el escritor, sorprendido y fastidiado.
—¡No! Vos vas a escribir el final que yo quiera. Mi esposa está esperándome, desea consolarme, amarme. El hijo de don Gutiérrez, Óscar, muere. Mátalo como quieras. Recibo, de parte de don Gutiérrez, una generosa donación. Bedart y Viti mueren infartados o del peor modo posible…
—Me niego a escribir ese final, es pésimo… Tú eres mi capricho…
—¡Vete al diablo! –Gritó Omar.
—Claro, sí…  –contestó el escritor, enfurecido y a punto de destruir la hoja haciéndola un bollo.
—¿Me querés matar? ¡Asesino!
Omar extrajo un revolver de su cintura y, sin dudarlo, disparó.
En una habitación solitaria, un cadáver tapizaba el suelo y una hoja continuaba descansando sobre un escritorio; en los cuatro renglones finales, podía leerse: “Estimado lector, escribe Omar Güero, esta narración ha finalizado. Ha sido una ficción demencial con rasgos de realismo. Todo lo que puede ser y no ser, expresión de algo es”.


Relato incluido en el libro Líneas (Ed. de los Cuatro Vientos, 2005)
publicado en fernandoveglia 
Al Autor  pertenecen todos los derechos y atribuciones.

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