miércoles, 10 de septiembre de 2014

PERIÓDICO IRREVERENTES

ALGO AJENO

                                                                                                              Pablo Emilio Palermo
Pareja
      
Conocí a Iris en la Facultad. Fue en abril de 1992. Cursamos juntos Auditoría, una de las últimas materias de la carrera. Tengo la costumbre de anotar en una agenda las fechas que considero de importancia. Lamento no haber anotado el exacto día del inicial saludo. Me gusta la precisión; “abril de 1992” suena vago, como quien dice “un día de éstos” o “a principios del siglo XVII”. Me molesta no recordar el día en que conocí a la mujer que fue breve pero esencial en mi existencia. El deambular me hace sentir trunco, pero qué puedo hacer. Debo trabajar con el imperfecto inicio de nuestras vidas.
El lunes 23 de marzo de 1992 me senté en uno de los bancos de una de las aulas del segundo piso (tampoco recuerdo y tampoco apunté su número) y allí aguardé la llegada de los profesores y la presentación del curso. Por primera vez me había inscripto en el turno de la tarde. De a poco el aula fue poblándose. Nadie ocupó el pupitre de adelante. Los profesores hablaron de los exámenes parciales y de la bibliografía y comenzaron con el dictado de la clase número uno. Pensé en las vacaciones, en mis caminatas por Palermo y en los libros que había leído. El cuatrimestre que se venía encima no iba a ser fácil. Auditoría es una de las materias más difíciles de la carrera. Dos semanas después tenía ya leídas varias páginas de un Tratado y mi carpeta comenzaba a llenarse de apuntes y cuadritos resaltados en rojo y verde.
Iris apareció un día de abril (¿el lunes 6?). Preguntó si estaba ocupado el banco de adelante y se sentó. El profesor demoró bastante. Iris giró hacia mí y me pidió los apuntes de las clases anteriores. Vi sus dientes, sus ojos, su pelo castaño y la camisa que llevaba. Me convidó un caramelo al tiempo que protestaba por la tardanza del profesor. Dijo que eran sus últimas materias y que no se bancaba más tanta Facultad.
La clase terminó siete menos cuarto. Salimos juntos sin decir palabra. En una fotocopiadora de Córdoba sacó copia de mi cuaderno. Señaló enfrente el barEncuentros, donde a menudo se reunía a estudiar después del trabajo, me besó y se metió en el subte. Caminé por Santa Fe pensando en ella. El miércoles llegó antes que yo. Había colocado su cartera sobre mi banco.
-Te cuido el lugar -dijo.
Apenas me senté tocó mi brazo con sus dedos largos y me habló de su hermana. Se habían gritado por teléfono y hecho un montón de reproches. Me asombró la confidencia que me estaba haciendo. Cuarenta y ocho horas atrás cada uno de nosotros era un paralelo dentro de una población de estudiantes más o menos indiferentes. Ahora yo sabía que Iris tenía una hermana y que con ella había discutido ferozmente. Agregó que su madre prefería a Gabriela, consintiéndole todo capricho.
-Desde que éramos chicas fue así.
El lunes (¿lunes 13?) me animé y entré a Encuentros. Iris estaba en una de las mesas de la derecha tomando su café negro. Pedí un cortado con mucha leche y le pregunté por su hermana. La insultó en voz baja. Cuando saqué el capítulo del libro que acababa de fotocopiarle me dijo que era un amor y presionó dulcemente mi brazo. Me dijo que dos años atrás había sido ayudante de Cálculo Financiero, materia por la que sentía un particular encanto. Enseguida retomó las críticas hacia Gabriela. Le pregunté de qué trabajaba su hermana y me dijo que era profesora de inglés y que escribía poesía. Ningún novio le había durado, porque todos se hartaron de su mal carácter. Vivía en Caballito, sobre Honorio Pueyrredón, en un departamento de dos ambientes. La imaginé parecida a Iris, algo más linda, llena de tics y viciosa de cigarrillos y muchachos. Iris preguntó por mis cosas.
-Vivo en Flores -le dije-. Me gusta la literatura, como a tu hermana. Durante las vacaciones compro muchos libros.
-¿En serio? Entonces voy a presentarte a Gabriela.
La ligera respuesta me tocó. Yo pensé que ver a Gabriela y enamorarme de ella sería un todo en el tiempo. Imaginé los gritos, su mal humor, su negativa a lavar los platos y hacer las camas, el baño mojado y sucio, el olor en la cocina, los perros orinando en la alfombra…
-¿No me gritará? Si salgo con tu hermana espero que vos vengas con nosotros -bromeé.
Iris se rió y me dijo que era divino.
En el aula y en el café Iris fue narrándome su vida. Me habló del divorcio de sus padres, de la casa de Caseros, del perrito Leopold, del esfuerzo que le significaba estudiar y trabajar. Como no podía ser de otra manera, intenté a partir de ese día averiguar su existencia.
-La separación de mis viejos me mató. Yo era muy chica pero recuerdo la angustia que todo eso me producía. Además, imaginar que mi mamá pudiese estar con otro hombre o que mi papá estuviese con otra mujer me desesperaba. Quería matarlos a los dos. Con los años empecé a inclinarme más a papá. Salíamos con él, nos llevaba al zoológico o al Tigre y nos compraba de todo. Con mamá sigo teniendo muchos choques, igual que con Gabriela. Las dos se meten en mis cosas, quieren darme órdenes.
El lunes 27 de abril tuvimos el primer parcial. Iris no aprobó, yo sí. Discutió con un profesor y pidió revisión del examen. Me dijo que era una injusticia, con lo que ella sabía de Contabilidad y Auditoría.
El sábado 16 de mayo a las tres de la tarde fui a su casa. Su madre estaba en lo de Gabriela. Tomamos café y comimos bizcochos de grasa. Llevé una caja de bombones. Siguiendo nuestra rutina de encuentros hablamos mucho de cosas personales y estudiamos poco. Iris me mostró varios álbumes de fotos. La vi bebé, en brazos de los abuelos, el día de su Bautismo, el primer día de clases, en su Primera Comunión, en el inicio del secundario, la foto de Bariloche. Iris con su primer novio, Iris con su segundo novio, Iris con otro novio llamado Juan Carlos. Le conté algo de mí al confiarle el argumento de la novela que estaba escribiendo.
-Ernesto, se llama el protagonista. Es un estudiante muy enamoradizo que nunca llega a recibirse y nunca logra el amor de una mujer. Es muy autobiográfica.
Iris se rió con ganas. Con una voz algo distinta me preguntó si tenía novia. Le dije que no. Con mi misma voz le pregunté si tenía novio.
-No.
Nos quedamos unos instantes en silencio. Estaba algo incómodo. Lentamente retomamos el programa de la materia y leímos un resumen de los capítulos de Bienes de Cambio e Inversiones. Fue muy provechoso. Iris me indicó algunos puntos que “de cabeza” irían en el examen.
A la noche soñé con ella.
El jueves 21, en Encuentros, nuevamente le agradecí haberme recibido en su casa. Me dijo que no era nada, que había sido un placer y me pidió que repitiese la visita. Comprendí la clara intención en el fondo de sus ojos.
Uno de los ayudantes nos tranquilizó diciéndonos que fuésemos al parcial confiados. Como era lógico comencé a preocuparme y a crear en mi imaginación los peores resultados. Con Iris habíamos hecho muchos de los trabajos prácticos aconsejados por la cátedra. Yo tenía (hoy lo reconozco) un amplio conocimiento de la materia, pero mi pesimismo era más consecuente que las horas de práctica y memorizaciones.
El sábado 23 de mayo fui al departamento de Iris. Pensé que esta vez conocería a su madre, pero la madre había vuelto a casa de Gabriela por unos asuntos que vagamente me explicó. Algo de una deuda de la que poco sabía.
-¿Hacemos un repaso de lo que nos marcaron en clase?
-Sí -contesté-. Con tal de tomar este rico café hago lo que me digas.
Iris sonrió.
-¡Y no sabés cómo cocino!
La besé con decisión.
Extendimos el amor hasta la caída de la tarde. Antes de dejar su casa, jugué con su pelo castaño. Hacía rulos y lo volvía a alisar.
-¿Te gusta mi pelo?
Arrimé mi cara a su oreja y me deleité más con el olor particular que generaba su piel.
-Tu olor -le dije.
El miércoles faltó a clase. No era la primera vez que faltaba, pero ese día la extrañé de veras. A las nueve y media llamé a su casa. Me dijo que me esperaba el sábado, que su madre no iba a estar y que podríamos estudiar.
El sábado llegué puntual al departamento de la calle Belgrano. Otra vez nos amamos sobre risas y silencios. En el aula y en Encuentros seguimos con la rutina: escuchar a los profesores, hacer preguntas, tomar apuntes, beber café y leer resúmenes. Por fortuna ambos aprobamos el segundo parcial y así nos precipitamos al último tercio de la cursada con todas las ganas.
Iris faltó los últimos lunes de junio. Con mi mejor caligrafía tomé nota de lo visto en clase para luego hacer fotocopias y dárselas. Deseaba halagarla con cuanta cosa pudiese: caramelos, apuntes de clase subrayados en rojo con corazoncitos en verde, muñequitos, cartitas de hechura adolescente… En julio estudiamos más y nos quisimos menos. En Encuentros preparamos el último examen. Entramos al aula tomados de la mano. Días después nos dijeron que habíamos aprobado Auditoria. Felicísimos, cenamos en Recoleta y organizamos un fin de semana en Mar del Plata. Adoré esos momentos, gocé de su presencia, me deleité con nuestro éxito universitario. Cuando llegamos al mar le regalé un pulóver que le sentaba monísimo. Me encantó servirle el desayuno y untarle las tostadas con mermelada. Nos prometimos viajar a las sierras antes de comenzar el segundo cuatrimestre.
Unos días después el papá de Iris enfermó y murió. Ella cayó en una depresión extraña. No quiso anotarse en la Facultad y renunció a la pasantía en la Empresa. Me enojé mucho. Le dije que su padre no hubiese aceptado semejante proceder. Comenzó a tratarme con distancia y con frecuencia me pedía dinero. Los días en que estábamos juntos, acabábamos discutiendo. Sin embargo, yo insistía en seguir la relación. Pasaba frente a su casa, esperándola. La llamaba a cada momento. El teléfono tenía un mensaje grabado y nunca contestaba mis ruegos de volver a verla. Supuse que todo estaba terminado entre ella y yo. Lenta, pero firmemente, me fui alejando.
En noviembre de 1993 nos cruzamos en Viamonte y Ayacucho. Vi su estado y una enorme congoja me levantó el pecho. Me abrazó.
-Va a nacer en febrero -me dijo.
Toqué con sumo amor su enorme panza.
-Es una nena, va a llamarse Gabriela.
Un mes más tarde culminé mi carrera y los buenos compañeros me llenaron de harina, condimentos y huevos.


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