miércoles, 5 de noviembre de 2014

PERIÓDICO IRREVERENTES


EL RUIDO DEL MAR


                                                                                                          Por Marita Rodríguez-Cazaux
Mar
          Me apura, sus ansias lo hacen tropezar, y me desequilibra el paso, pero no se da cuenta. Suelta mi mano, corre hasta el mar, abre los brazos, saluda las embestidas del oleaje. Torpemente, se quita las zapatillas. Desde la reposera, lo veo correr hacia la espuma que dejan las olas rotas, alarga el empeine, los dedos; los sacude, persigue el agua de la orilla, retrocede, da saltos desgarbados. Otra vez, y otra. Dobla el cuerpo, se sienta, inclina la espalda, acomoda las piernas hasta quedar totalmente estirado sobre la arena húmeda.
          Lo llamo, también una y otra vez. Lo llamo sabiendo que no va a venir, que tengo que caminar hasta su cuerpo acostado, ponerme en cuclillas, estirar el brazo, tocarle el hombro, la frente, los párpados cerrados. Deslizo la mano por su pelo, las sienes apenas canosas. Entonces, abre los ojos, hace pantalla con la mano y sonríe. “El ruido ruido”, me dice.
         ¿El ruido del mar?, le pregunto. Mueve los labios, pareciera que va a responderme, pero aprieta la boca, se queda mirándome. Lo ayudo a levantarse, le acomodo la remera.
         Doy golpecitos con el dedo índice sobre el cuadrante de mi reloj. Inclina los hombros, mece la cabeza. Vuelve la mirada al mar, la detiene un instante y me mira, como si el gesto trasuntara una respuesta que los dos comprendiésemos claramente.
         En silencio, caminamos hasta el malecón, él, con una zapatilla en cada mano.
         Cerca de las estatuas, hay un banco, se sienta y deja que lo calce. Ahora, se quedará callado. No hablará en lo que resta del día.
         Mañana, a la misma hora, bajaremos a la playa y volverá a quitarse el calzado de forma igualmente desmañada. Irá hasta la orilla del mar, pisará la espuma relegada, sacudirá los pies. Dará saltos y regresará sobre sus huellas en la arena, una vez, diez, cien. Y luego, acostarse, cerrar los ojos, y yo, arrodillarme, la mano sobre sus párpados, el pelo, el sol. Erguirnos, caminar. El ruido ruido, dirá. Y en el malecón el mismo banco, las zapatillas, y el silencio.
Ruido del mar

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