martes, 16 de diciembre de 2014

NARRATIVA


BALANCE, POZO Y CENIT


                                                                                                  Por Dolores Cuello Medina
Marita

En la carnadura de 156 poemas, Marita Rodríguez-Cazaux, da cuenta de conocimiento literario frecuentado por actualizaciones de recursos y aporta un calidoscopio de sensaciones agudas y genuina hondura.

Sólido y concentrado, su estilo aúna toda libertad y se escapa de estructuras que obstaculicen el génesis que la incitó a poetizar.

Vigorosa poeta, la argentina desnuda el mundo real y el universo que sublimiza lo milagroso, ambos, de lectura filosófica y vital, desbordando otras voces que dejan de pertenecerle para salir de cientos de bocas; el Yo desaparece y se vuelve Origen. 

La musicalidad se explaya en experiencias visionarias, referencias en figuras como el poema La silla, de inmenso significado o Las migas en el mantel, que goza de cuadro cinematográfico.

Bajo el nombre de Encierro en gris, Celeste verdor, Malva, Aguada turmalina, Exilio, Azul profundo, toma símbolo en diferentes dimensiones el protagonismo del color.

Poemas amorosos, algunos de superior armado de amor cortés (Epifanía, Porque vuelves, Perfumes del cántaro manaban, Apenas asomada a la tibieza), otros de apasionada originalidad (Sagacidad, Despareja sintonía, Oda, Lúdico instante, Premura, Turbulencia, Me University de amor por vos, Ulises sin Odisea) o en caligrama (Brindis, Desvesti2) aportan al compilado esa fruición que se espera hallar en la poética.

La mujer que habla de su hoy (Prefiero, Flor y prisión, Soy y soy) y de su antes (Volver a ser, retornar) también se estremece genitalmente (Cuerpo vacío, Por la arcada del destierro, Yerma, Espía), este último trabajo sobre el desdoblamiento de la sombra propia.

Tienen espacio asimismo los años que sesgaron generaciones (Fiat, Es hora de sentarnos a la mesa, Y le cantes justicia al mundo entero. Plus Ultra de mí, Escombros, Ficción) y las escenas sociales (Telenovela, Marginal, Genocidio del Ángel, Otra vez aquel mismo Sur, Miserere) destacado poema que remite a la tragedia en la estación de trenes.

Tibias, como son las lluvias en la América Latina, hay poesías que las nombran desde distintos conflictos angulares (A la lluvia le gusta, Llueve corazón que ya no late, Herida de Lluvia, fuego y nieve, Lluvia del Sur) como también se multiplica el vértigo que provocan las escaleras (Balcón, Desierto de luz en la escalera, Patria de amor llega por la escalera) y las siluetas de los muros (Corazón de verdín, Resquebrajado, Tapia de papel, Medianera ciega, Pecho de cal).

Poemas de interiorismo fascinante, donde se la sabe en carne doliente (Diapasón, Conversa, Sueño que duele, Llaga, Secuelas, Era toda yo, toda partida) y otros donde la remembranza detenida en sus padres, la agoniza (La vida era la casa, El sol sobre tu almohada de perdía, Aún no puedo, no, La niña mira, Fuimos la vida).

Tiene espacio la tierra perdida, el destino del exilio (Hacia el noroeste mi pensamiento, Preterición, Lluvia y distancia) y el abrazo como bandera (Advenimiento del abrazo, Extravío, Perdido abrazo), escenografías provincianas (Viento del Chalten. Emigra al sol) y los paisajes ciudadanos (Río que mar sueña, Tango, Secreto, Ciudadana despedida).

Análisis aparte merecen las composiciones donde los personajes se empalman a los héroes de la mitología (Mito de belleza, De Evandro, llena, Enone, Pasión astral, Amor, Leandro y Hero) y aquellos poemas donde la mitología es la propia, tradicional, heredada, esa mitología de guerra civil que se vivió en la casa de los emigrantes españoles y muy particularmente en la de los gallegos que no pueden desprenderse de su ancestral morriña.

Para ir cerrando la crítica (y abriendo el poemario) algo sobre su Autora: Simbologías y acierto en hallarlas, pureza de línea y de pensamiento, luz para dar con el costado más bello, y una femineidad, “actitud femenina”, como sentido primordial.

El deseo del crítico es ayudar al Lector a descubrir los puntos más interesantes de una obra y alejarse del Autor para evitar el subjetivismo. En este caso, quien hace la presente crítica ha claudicado de serlo a favor de sentirse lectora y disfrutar esta impecable antología poética.

No cabe duda de que, entre las poetas americanas, la Autora argentina ocupa un lugar destacado.






 * Dolores Cuello Medina: Escritora y periodista mexicana.



“POESÍA CONGREGADA” de Marita Rodríguez-Cazaux
Editorial Dunken 2014, 200 páginas.

Compila los poemarios “Pasos desnudos”, “Luz raída” y “Pulso sensual”.

Artículo publicado en la fecha por periódico Irreverentes.



QUÍMICA BIOLÓGICA
                                                                          Por Alberto Ernesto Feldman*


Química






                                                                      A Marita Rodríguez-Cazaux



Cuando el doctor Galarzi me llamó para que trabajase con él en el laboratorio del Hospital Franco-Alemán, toqué el cielo con las manos.

Apenas una semana antes, lo había visitado para saber si necesitaba un empleado, movido por mi necesidad y el aprecio con que lo recordábamos los cinco amigos que fuimos sus alumnos dilectos en el Colegio secundario, compartiendo con él, además, muchas conferencias, visitas a museos, los clásicos conciertos en la Facultad de Derecho y charlas en largas veladas de café los fines de semana, donde arreglábamos el Mundo a nuestro antojo, siempre con su guía.

El profesor Galarzi nos marcó intelectualmente, mucho más allá de la claridad con que nos enseñó Química, y cuando vimos la película “La Sociedad de los Poetas muertos”, no pudimos evitar identificarlo con el personaje, aunque yo, sólo en parte. Mi opinión sobre él cambió radicalmente, porque lo conocí en otra etapa de su vida y también de la mía. Seguramente ni él ni yo, éramos los mismos.

Imbuido de las ideas políticas progresistas, solidarias y románticas que él había sembrado en nosotros, nos decía que aunque seríamos profesionales, debíamos ganarnos el pan al menos un tiempo al lado de los obreros), me encontraba trabajando en una importante fábrica, como obrero textil, con las máquinas continuas, que convierten en hilo las hebras de algodón, máquinas que exigen una gran atención y rapidez; quinientos carreteles girando, retorciendo hilo y enrollándolo.

Cuando algún hilo se cortaba, en segundos se originaba un bollo de algodón que crecía como bola de nieve al tocar los carreteles vecinos. La máquina no se podía detener, por lo que con una cuchilla especial había que eliminar inmediatamente la bola y volver a empalmar los hilos cortados, cada uno en su correspondiente carretel, todo esto a gran velocidad para ganarle a la bola creciente. Este proceso descubría una sensación de sometimiento del hombre frente a la máquina (y sus dueños). Toda la atención debía ponerse sobre el trabajo y, de tal manera, que no había tiempo para otra cosa que no fuera un saludo fugaz con los compañeros.

Desalentado, estaba teniendo pesadillas con esas máquinas continuas de la textil, que, por si algo faltara, hacían temblar el piso bajo los pies y producían un ruido infernal, que llegaba hasta el cerebro. Por otra parte, tenía que aprobar Química Biológica para pasar a tercer año de la Facultad y se me ocurrió que el cambio de trabajo y la aprobación del examen podían surgir de esa visita a mi antiguo profesor, quizá porque parte de la materia a rendir tenía que ver con los análisis clínicos que eran rutina en un hospital.

Me llamó un viernes a última hora.

–¿Podés empezar el lunes, de 7.00 a 12.00?… – preguntó.

Le contesté afirmativamente antes de que él terminara la frase.

–De 8.00 a 11.00 vas a hacer extracciones junto con Tomás, él te va a ayudar y enseñar en los casos complicados –dijo tranquilizándome.

Durante dos semanas, pinché brazos a troche y moche, buqué venas, bajo la supervisión del viejo Tomás, y perdí el miedo que tenía a medida que fui ganando confianza. A los pocos días pude hacer las extracciones sin supervisión. Tomás se fue; me comentaron que se había jubilado.

Galarzi me dijo que observara, después de terminar con las extracciones y el lavado del material utilizado, cómo se hacían los extendidos y el recuento de células sanguíneas con el microscopio, lo mismo que el examen completo de orina.

Estaba entusiasmado, aprendía rápido, me desempeñaba con seguridad, sin embargo, cuando pasaron los primeros cuarenta días, me enteré que recién cobraría mi primer sueldo al mes siguiente, por cuestiones administrativas.

Ahora estaba trabajando sin parar desde las siete de la mañana hasta las cuatro de la tarde. Días después, agregaron a mis tareas los análisis más comunes y frecuentes, como glucemia, uremia, y otros de investigación diaria en los pacientes internados. Al mismo tiempo, Galarzi me dijo que se iba la chica que dactilografiaba los protocolos y me preguntó si podía quedarme, todos los días, un poco más tarde para reemplazarla en esa tarea.

Finalizando el tercer mes, trabajaba desde las siete de la mañana hasta las diez de la noche, terminaba agotado por la exigencia de la jornada y, todavía, sin haber cobrado un peso.

Con preocupación, le advertí a mi antiguo profesor que, en esas condiciones, me iría. Respondió que si quería ser médico, era mejor que trabajara gratis en un hospital que por un sueldo cualquiera en una fábrica.

No reaccioné como hubiera debido; todavía me quedaban los recuerdos de los años del colegio secundario y de su antigua bondad, pero esa misma noche, cuando salí del hospital, tuve una sorpresa: Me esperaban el viejo Tomás, la dactilógrafa y el técnico que hacía los análisis de sangre y orina.

Me increparon agitando los puños apretados.

– ¿Estás contento, carnero?, nos dejaste en la calle, ¿no te diste cuenta que nos iban echando a medida que vos acaparabas más trabajos?…

Escaso de luces para lo que estaba fuera de mi interés inmediato, completamente ciego a lo que pasaba a mi alrededor, ni siquiera lo había sospechado.

Cuando les dije que en tres meses no había cobrado un solo peso, se me rieron en la cara.

–¡Bienvenido al club! – me dijeron, y nos hicimos amigos.

Comprendieron que yo no era mala persona, era solamente un idiota.

Esa noche no pude dormir, cerca de las diez de la mañana entré al hospital para retirar mis pocas pertenencias, el guardapolvo y unos libros.

Una larga hilera de personas hacían cola con cara de fastidio, mientras que dos enfermeras, sacadas de algún otro servicio, se esforzaban por cumplir una tarea que no les era habitual.

En el suelo, una larga fila de orinales repletos, pertenecientes a los pacientes internados, ocupaban el espacio desde la entrada del laboratorio, atravesando dos habitaciones, hasta la mesa de mármol donde el profesor los analizaba a toda velocidad, con los ojos desorbitados y una mueca de rabia.

Pasé por detrás de él sin saludar, abrí el armario a sus espaldas y arrollé el guardapolvo en el antebrazo izquierdo.

–¡Podías haberme avisado! – me dijo bufando, casi sin mirarme.

Tomé el orinal de vidrio que tenía más cerca y se lo partí en la cabeza.

Sin un grito, con expresión de asombro y cubierto de sangre y orina, Galarzi se deslizó lentamente hacia el piso, llevándose la mejor parte de mi adolescencia.

Hoy somos cuatro los que salimos en libertad. Después de tantos años nos han rebajado las penas por buen comportamiento y por contracción al estudio.

Dos, se han recibido de abogados, el tercero de contador. Yo, estudié Química, voy a dar examen, tengo idea de aprobar, por fin, Química Biológica.




*Alberto E. Feldman, escritor argentino, autor de "Castillos reales, castillos mentales"
y "Tango final en Saavedra"



                                                                          
                                                                          * * *




MIGUELITO 


                                                                                        Por José Ramallo*




Miguelito



“He tratado de imaginar cómo sería caminar

por una nocturna ciudad sin luces y sin luna.

He tratado e instantáneamente me he dado

cuenta que me resultaría imposible.

He abierto mis ojos y, tras un oscuro túnel,

he visto cómo un héroe de capa roja y negra

sí, podía hacerlo"





Ahí va de nuevo, como todos los días con su habitual recorrido. Se lo nota seguro de sí mismo y con mucho optimismo. La gente que lo ve pasar, lo saluda y él devuelve el saludo con una sonrisa en su rostro ¿Podes creer que encima sonríe? ¡Yo lo veo y no lo creo! ¡Me sorprende, me da bronca, me da no sé qué, cada vez que lo veo sonreír!


Me acuerdo que la primera vez que lo vi, cuando todavía no me había dado cuenta de ese detallecito que tanto me asombra a mí y que tan poca importancia parece darle él, lo miré e internamente me reí solo, pensando: “Parece un pato cómo camina con las patas abiertas y tanteando el piso, como si tuviera miedo a perder el equilibrio y caerse”. Tiempo después, cuando al final me di cuenta de esa cuestión, me quería morir de la vergüenza que sentí. Y mirá que yo no se lo dije a nadie ¿eh? Solamente lo pensé y no se lo comenté a nadie, pero de igual modo me dio una vergüenza bárbara.


Recorre gran parte de la ciudad caminando. Para, charla con uno, con otro y luego sigue su camino. A veces hace un recorrido y a veces otro, pero al final siempre frecuenta los mismos lugares. Pocas veces se lo ve acompañado, casi nunca diría yo. Lo conoce mucha gente evidentemente, porque por donde pasa siempre alguien le grita a la pasada “¡Chau, Miguelito!” O bien “¿Qué haces, hincha de Douglas? ¡No te vi el domingo en la cancha ¿eh?!” Y él responde “Yo tampoco te vi” Y luego se empieza a reír… ¿Vos podes creer que se ríe? Yo lo veo y no lo creo… si hasta me da envidia, inclusive.


Ahora ya está de regreso, va a tomar un cafecito y luego volverá a su casa. Supongo que volverá a la casa, porque por aquella calle siempre se lo ve venir a la mañana temprano y, luego del café matutino, se va caminando en dirección contraria por la misma calle. Por lo cual, deduzco que irá a la casa. Instalado en su habitual mesa de café, abre una interrogante, ¿Espera a alguien o solamente está pensando en algo? Porque su rostro siempre se posiciona en dirección a la calle, como quien mira a la nada absoluta meditando sobre algo. A lo mejor siempre espera a alguien, y, como ese alguien no viene, se cansa de esperarlo y se retira. Andá a saber…


El domingo pasado, fue cosa de no creer, si hasta me acerqué todo lo que pude para comprobar que realmente fuese quien yo creía. Estaba distinto, eso sí. Anteojos de sol, gorra, conjunto de gimnasia al completo, y una bandera de Douglas Haig atada a su cuello, cayéndole por la espalda estilo capa de superhéroe. La cancha estaba repleta. Él se había apoyado sobre un alambrado, y un grupo de personas saltaban y alentaban junto a este sujeto. No escuché bien, pero me parece que alguien le gritó “¡Miguelito, agarrate de este trapo que está bien asegurado y saltá con nosotros!” Y el tipo ni lo dudó, tan sólo tuvo cuidado de no golpear o dejar caer la pequeña radio que sostenía en su mano y luego empezó a saltar, cantar y sonreír… ¿Vos podes creer que sonreía? Yo no puedo salir de mi asombro aún. Luego, en el entretiempo, se sentó en un escalón y se acercó la radio al oído. La curiosidad me pudo y me acerqué hasta él. Fui precavido, sigiloso y disimulado, pero, aún así, apenas me senté, Miguelito giró su rostro en dirección mía y cordialmente me dijo “Buenas tardes, lindo partido ¿verdad?”. Tuve una mezcla de sensaciones que no sabría por dónde comenzar a enumerarlas. Puedo decir con toda seguridad que, de la misma rabia y envidia que me produjeron sus reflejos para detectar mi presencia, tenía ganas de arrancarle los anteojos y gritarle “¡Vos no sos ciego! ¡Dejá de mandarte la parte, chanta!”. Pero tan sólo le contesté “Sí, lástima que el tiempo no acompaña y en cualquier momento se larga a llover”. Fue entonces cuando la vida y este peculiar hombre castigaron mi incredulidad. Me respondió “¿Ah, sí? ¡No me digas! Pasa que estos anteojos son muy oscuros y no me dejan ver con claridad”. 
Entonces se quitó las gafas y comenzó a disimular que miraba el cielo en sus diferentes dimensiones. Inmediatamente comprobé que realmente era ciego. Para ese entonces, Miguelito comenzó a reírse a carcajadas y, un amigo que estaba junto a él, le celebró la ocurrencia riendo. Se ríe ¿vos podes creer que se ríe? Y uno que vive tan amargado por la plata, las mujeres, el trabajo, el auto que no te arranca y demás boludeces. No toma consciencia que sus problemas no son tan trágicos como uno los cree. Pero Miguelito realmente tiene un problema del cual podría vivir quejándose, y todos entenderían por qué razón siempre estaría de mal humor. Sin embargo, él se ríe y ríe en todo momento.


Comenzado el segundo tiempo, me quedé cerca de Miguelito y, para ser franco, ni sé cómo terminó el partido. Solamente sé que Miguelito no vio nada, pero sintió todo. Con su radio pegada al oído escuchaba todos los relatos de las jugadas. Con la hinchada gritaba, cantaba y alentaba. Con la única mano disponible, se agarraba la cabeza cuando una pelota rebotaba en el travesaño y salía; y con el corazón sentía. Sí, ahí está la clave: Sentía. Sentía con el corazón. No era un marciano como para no tener sentimientos, no veía pero sentía y eso le producía alegría y tristeza. Supongo que esa debe haber sido la única vez que lo vi triste y angustiado, cuando el equipo rival le hizo uno o dos goles a Douglas. Insisto en que no sé cómo terminó el partido, pero Miguelito me ha enseñado que tiene un partido que ganar día a día. Es difícil, él sabe “gambetearla” bien, pero siempre habrá un estúpido como yo que ponga en duda su discapacidad y lo trate de chanta y mentiroso. Y no sólo eso, sino que tampoco entenderá cuál es el sentido de la vida para una persona así. En tiempos en donde todo entra por los ojos, la lujuria por el cuerpo de una mujer, el celular táctil con pantalla grande para apreciar mejor las fotografías, el modelo del último auto que salió al mercado, etc. ¿Qué sentido tendrá la vida de un tipo así, que no puede apreciar la belleza de una mujer, la calidez de un atardecer, los colores del club favorito, la lectura del periódico de cada mañana? ¿Cuál es el sentido de salir a caminar por toda la ciudad, ofreciendo productos por catálogo, arriesgándote a que te atropelle un vehículo y tu vida se acabe en ese instante? Y aún más, ¿con qué necesidad económica hacerlo? Si basta con solicitar una pensión por discapacidad visual y tendrá asegurado un sueldo mensual para sobrevivir, tomar su cafecito diario e ir a la cancha todos los domingos. La verdad es que me muero de ganas por preguntárselo, pero su rostro y actitudes ya han respondido a mi pregunta: Ser feliz, Miguelito hace todo lo que hace para ser feliz. Sociabiliza, se integra al sistema como lo que es, una persona ordinaria. Quizás tenga un solo detalle, que lo notan todos menos él. En realidad, se cae de maduro que lo nota, pero le resta importancia. Trabaja, va de compras, asiste a las peñas, habla por teléfono, hace deportes adaptados a su condición de no vidente y es feliz, por sobre todas las cosas es feliz.


Ha terminado el partido y me he quedado aquí, contemplando desde lejos la lenta pero efectiva retirada de Miguelito. Conoce cada peldaño del estadio, sabe perfectamente hacia donde está la salida, su bastoncito es casi un decorado en sus manos porque no lo usa todo el tiempo. Alguien lo detiene, es un hombre con voz grave, le dice algo así como que a la noche había que festejar y que lo esperaban para comer asado y tomar vino. Luego se intercambian otras palabras, palmadas en los brazos y la sonrisa de Miguelito se vuelve a dibujar en su rostro, mientras se despide y continúa su recorrido. Sonríe, ¿vos podes creer que sonríe? Yo comienzo a creerlo…



*José Ramallo, escritor pergaminense, autor de la novela "La mujer de los 35".


Los cuentos precedentes fueron  publicados por periódico Irreverentes.

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