viernes, 26 de diciembre de 2014

PERIÓDICO IRREVERENTES



INTERPOSICIONES


                                                                              Por Marita Rodríguez-Cazaux
Muchacha rubia
Cuento



Levantó la vista en el momento en que la muchacha rubia cruzaba la puerta; la vio pasar delante del arbolito iluminado, supuso que se le antojarían cursis las luces amarillas y la estrella con dos rayos quebrados que pendía de la última rama. No estaba de humor, eran días en que quería borrarse y aparecer en otro lugar, marcharse, irse fuera de su cuerpo.

La muchacha rubia avanzó entre las mesas del salón, tomó una bandeja del montón apilado en la barra, los cubiertos y un vaso plástico. Sacó una latita de gaseosa del frízer y se acercó al mostrador, señaló el menú de pollo y verduras. Con la bandeja en la mano, caminó hasta una mesa cerca del ventanal.

De soslayo pudo ver a Walter, inclinarse, desarticulado, sobre el mármol de la barra. “Walter es un asqueroso”, pensó al interpretar el gesto que le llegó de parte de él, buscando su complicidad. Bajó la vista, trató de aparentar que contaba el dinero, acomodó unos billetes sueltos y anotó el monto en la faja.

Sentada, la muchacha rubia se quitó las sandalias bajo la mesa y rotó los pies. Luego, tanteándolas levemente, volvió a calzarse. Bebió unos sorbos de la bebida helada, le puso sal a las verduras, cortó un trocito de pollo que se llevó a la boca. Walter levantó el volumen de la radio, una canción espantosa, del verano anterior retumbó hasta la vereda.

El sol caía a plomo sobre el toldo de la entrada, esta mañana le había costado levantarse, apenas había dormido por el calor. Hacía una semana que pensaba en la próxima llegada de las Fiestas, no soportaba el desorden en las calles, el griterío. Hasta los chicos eran una fauna suelta, invadiendo las tiendas de juguetes. En dos o tres días, iba a sonar el teléfono, “fiestas para pasar en familia” oiría a su madre, y luego, los comentarios sobre las acertadas elecciones de su hermana. “Ya sabés lo bien que educa a los chicos”, iba a concluir para que no quedasen dudas de que le llevaba ventaja en cuestiones de conservar el eje, la identidad. Por supuesto, evitaría mencionar que era una mujer derrotada al lado de un hombre manipulador que pagaba las cuentas y al que convenía tener de mano para seguir en alza. A nadie le parecía inmoral que se vendiera a semejante precio. Se esforzó por salir de ese pensamiento.

Walter, se acercó al ventanal y pulverizó el limpiador sobre el cristal, el líquido se deslizó, rápido, hacia el borde inferior. Con presteza, pasó el secador de goma, irguiendo la espalda flexionó las piernas, arriba, abajo, arriba, abajo. Volvió a pulsar el gatillo, sobre el vidrio húmedo, con el índice, dibujó círculos. Luego, un anillo mayor, y atravesándolo, trazó un obelisco invertido.

La muchacha rubia, cortó un pedacito de pan y lo metió en la salsa, lo levantó con la cuchara. Se limpió los labios con una servilleta de papel y la estrujó.

“Sos un imbécil” tuvo ganas de decirle a Walter, pero él se había puesto a barrer el salón, dándole la espalda.

La muchacha rubia se puso de pie, se acercó a la máquina de café, marcó un botón. Con cuidado, quitó el vaso térmico.

—Voy a sentarme afuera, quiero fumar —dijo la muchacha rubia al acercarse a la caja.

—Dejalo para después. Se te va a enfriar el café—contestó desviando su intención de pagar la cuenta en ese momento.

Desde la caja, la vio cruzarse de piernas, sacar de la cartera un paquete de cigarrillos, ladear la cabeza sobre la llama del encendedor. Pequeñas bocanadas le agitaron las aletas de la nariz, expulsó el humo. Fumó despacio, luego, bebió el café sorbo a sorbo. Pudo notar los dedos sin anillos; las uñas, pintadas de rojo opaco. Walter había desaparecido; bajó la radio y acomodó los tickets en el casillero. Mientras lo hacía, razonó que eso era lo que había hecho toda su vida, acomodar valores en un tajo.

Un hombre vestido de Papá Noel llegó desde la esquina; bajo el disfraz, parecía agotado. Distribuía, al paso, volantes de colores. La muchacha rubia leyó el que le había entregado, y lo dobló antes de meterlo en la cartera. Se le antojó que ya conocía su modo de doblar los papeles. “Qué disparate”, se dijo, sin embargo, supo que mucho antes había conocido esa natural forma de plegar el papel. “Interposiciones de imagen”, pensó.

Miró el reloj del salón, siete menos cinco. En minutos cerraría la caja, balancearía, entregaría el efectivo.

La muchacha rubia, seguía siendo su pensamiento mientras se quitaba el uniforme. Se miró al espejo, esa mañana había descubierto una nueva arruga junto a los ojos. 
Recordó que debía comprar los regalos, imaginó la escena del brindis, otra vez el disimulo, el temor a mostrarse. Colgó en la percha la camisa blanca y la falda azul. Cuando salió del vestuario, la muchacha rubia estaba en la caja, en ese momento, metía un billete en el tarro de vidrio de las propinas.

—Para el que limpia los vidrios —oyó que decía al tiempo en que se colgaba la cartera en el hombro.

En ese instante, notó que le era familiar el balanceo del cuello, el modo de llevar hasta el hombro izquierdo la correa de la cartera. Quiso obligarse a pensar en la interposición de siempre, y trató de encontrar en su cabeza la parálisis. Quiso, pero no pudo, y, deslizándose entre las mesas, aceleró el paso para llegar a la puerta.

—Sigue siendo una estrella—dijo la muchacha rubia cuando las dos pasaron delante del árbol iluminado, antes de traspasar la salida.


                                                                         * * *



Publicado en la fecha por periódico Irreverentes.

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