domingo, 11 de enero de 2015

PERIÓDICO IRREVERENTES



AJUSTE DE CUENTAS


                                                    Marita Rodríguez-Cazaux
Claudia
        Recuerdo que aquella vez, llegaste mucho más tarde de la hora estipulada, dijiste que el día había sido complicado en el estudio. Me pareció raro, porque vos no le escatimabas tiempo a las diversiones y los intereses del negocio no te desvelaban.
        Jugamos tenis hasta tarde, pediste que iluminaran la cancha porque se iba haciendo de noche y después, nos fuimos juntos para el vestuario. A la salida, te ofreciste a llevarme a casa, acepté.
       En el auto, me contaste que Claudia “se hacía la difícil”. “Conmigo no se juega”,  advertiste.
       Claudia había llegado al barrio cuando estábamos en la primaria, su familia  compró la casa pegada a la de mis padres. Solía jugar con mi hermana en el jardín que separaba la medianera de ligustros.
        A media cuadra de la avenida, vos vivías en el petit con rejas y picaportes de bronce. Ibas a un colegio privado, con uniforme. Fue al terminar la secundaria cuando nos hicimos amigos, luego, mi padre cambió de empleo y nos mudamos a Florida. Igual seguimos viéndonos, concurríamos al mismo club y me desafiabas en los partidos de tenis.
     Hijo menor de una familia acomodada, pintón y con labia, heredero del estudio contable de tu abuelo, el preferido de tu padre, un marino de renombre en el espacio político; tenías las de ganar. Planeaste encuentros, la seguiste, la importunaste, Inútil, con Claudia tus empeños no tuvieron éxito.
      —Tené por seguro que se va a arrepentir —aseguraste, los dedos tensos sobre el volante— Ya vamos a ajustar cuentas.
      Resté importancia a tus palabras; “bravuconadas de Horacio”, pensé. Te miré de soslayo y me inquietó tu expresión. Sin embargo, supuse que tu venganza se limitaría a seducirla usando tu poder. Más tarde, le dirías que había sido un error, vos de eso sabías, estabas acostumbrado a desechar conquistas. Me equivoqué, querías ir más allá, hasta el último peldaño sólo porque ella había tenido la osadía de rechazarte.
      No niego que tu vida regalada, la obsecuencia cómplice de tu padre a todos tus caprichos, el poder que te rodeaba, me generaban una solapada envidia; quizá ese sentimiento me tentó a buscar a Claudia. A pesar de que ya no se veían con frecuencia, mi hermana me contó que estudiaba Filosofía; al día siguiente, cerca del anochecer, pasé por la facultad.
     Aguardé en la puerta principal, muchachos y chicas salían en grupos alborotados. La divisé cuando bajaba las escaleras, como si la casualidad nos enfrentara, le intercepté el paso, mostrándome sorprendido.
     —Claudia…, tanto tiempo…—. Ella se detuvo. Al principio no me reconoció—Soy Julio, ¿te acordás?…
     —El hermano de Liliana, claro,…— dijo.
     Le conté que trabajaba en la imprenta de un periódico, que hacía fotografía. Hablé de cualquier cosa, de la escuela, los juegos en la vereda, mi hermana, su madre conversando con la mía. Teníamos que reanudar la amistad, insistí.
       Estuvo de acuerdo, pero, ahora debía irse, tenía un compromiso, se le hacía tarde. Me pasó su teléfono, y se alejó hacia la boca del subte.
       Dos días más tarde la llamé con la excusa de la edición de un artículo literario en el periódico.
     —Como estudías Filosofía, podrías orientarme —le pedí. Ella, justamente sobre ese tópico conocía una reseña interesante en una antología, prometió buscarlo.
     —Paso a retirarlo, me ofrecí. Nos encontramos en el Bar La Paz; cuando entré estaba sentada en una mesa del rincón.
      Claudia era de una lindura natural, en ese momento su lozanía me traspasó los huesos. Contó que daba clases en una escuela de la villa de Retiro, preparaba los finales de su carrera. Pretendía irse al Chaco como maestra de una escuela de frontera.
     —Estoy de novia con un muchacho de allí, es ingeniero—refirió—Trabaja en un proyecto personal en el obraje para procurar agua potable. Pensamos casarnos el año que llega—dijo.
       Mirá qué paradoja, yo estaba en el mismo lugar que vos, fuera de concurso. Ella siguió hablando, me contó los planes, viajar al norte, un emprendimiento sanitario, el problema del agua, la escuela. Me aflojé en la silla, para disimularlo, le pregunté qué podría regalarle.
      —Liliana y yo —aclaré para disfrazar mi interés. Sonrió, el regalo no era lo importante, lo mejor sería tener a los amigos cerca, y quedamos en que enviaría las participaciones antes del otoño.
     La acompañé hasta el subte, nos despedimos. Mientras la miraba bajar las escaleras me sentí ínfimo, mediocre.
      Más tarde, la imagen de Claudia entró en los paisajes que pertenecen a lo que fuimos, realidades que la distancia vuelve diferentes, ni siquiera parecidas. Hasta ayer, cuando se transmitió por televisión el cierre del juicio.
      Tu padre subió al estrado en Tribunales, junto a otros como él. Sin uniforme, me costó reconocerlo, el saco oscuro le colgaba de los hombros. Dos o tres veces sacó del  bolsillo un pañuelo prolijamente doblado y se secó la frente.
       El secretario leyó algunos nombres, los que pudieron comprobarse mediante testigos. El nombre de Claudia, me sonó extraño, no sabía que también se llamaba  Gladys, recordé que era el nombre de la madre.
      Tu padre oyó la sentencia de pie. Al término, la sala se llenó de gritos, se escucharon aplausos.
      Pensé en vos. Me horrorizó sospechar que habías tenido parte en aquella locura, yo mismo me llamé loco sólo por pensarlo. Pero no pude dejar de traer a la memoria el   tiempo en que dejaste de nombrarla y yo, lo atribuía a tu rencor. No tenía sentido hablar de ella, “mejor borrarla”, aseveraste.
     Increíble todo lo que puede entrar en la cabeza en un instante, el aroma del barrio, las voces, los juegos. Vos, alumno de la privada, el mejor en el club, el exitoso. Tu ascenso, tu ambición de “quedarte con la más linda”. Su rechazo, tu resentimiento. La amenaza. Se me antojó que de eso hablabas aquel anochecer, en el auto.
      Por eso, hoy pasé por tu estudio. Un timbre corto, esperé. Tuviste la deferencia de recibirme.
       —Enseguida lo atiende—dijo tu secretaria. Me senté en un sillón.  Minutos más tarde, con un gesto suave, me hizo pasar, cerró la puerta tras de sí.
      —Qué sorpresa —dijiste, y te levantabas para saludarme, seguramente ibas a hacer algún comentario relacionado con el proceso, pero no tuviste tiempo, Horacio.
     Una sacudida te tiró el cuerpo sobre el mismo sillón, la cabeza pegó contra el borde del escritorio. El brazo se movió como si nadaras, una brazada, dos… El estertor te sacudió la espalda, vi el borbotón de asqueroso vómito resbalar por tu camisa. Oí que abrían la puerta, alguien gritó, no sé, después quedé dentro de un espacio habitado por  otros sonidos. Desprendido de mí, pude volver a verme, íntegro por fin, mientras Claudia bajaba las escaleras del subte, menuda, ligera, llena de sueños.

Publicado por Periódico Irreverentes el 7/1/2015

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