miércoles, 29 de abril de 2015

PERIÓDICO IRREVERENTES


RETICENCIAS DEL PASADO


                                                                                                             Por Natalia Scialchi


Los primeros días de diciembre transcurrieron, en medio un montón de alucinaciones, recuerdos y desencuentros.
La Nochebuena de 2014 se esfumó.
Atrás quedó el brindis y los saludos amables de la familia, los amigos.
Y se ha recobrado una calma efímera. El silencio vive en las calles. Apenas se pueden oír muy distintos los últimos bólidos y quizás un coche que se aleja transportando los últimos familiares y conocidos en partir.
A lo lejos, un perro llora exasperado, como cachorro abandonado.
Y esta dama sabe que esa paz, de medianoche, tiene un precio.
Un gato ronronea plegado sobre la falda de su camisola blanca, que la noche intima a vestir.
Está sola; las visitas se han marchado, y el cuarto oscuro, se torna fresco. No obstante, el sol se ha ensañado con este hemisferio del mundo y los días desfilan con altísimas temperaturas que no dan respiro. Todo es sofocante, inoportuno y lejano.
Esta mujer, se siente condenada a corresponder al tiempo ardiente. Quizás sea su cuerpo quien reclama su territorio en este nuevo trópico.
Calor.
Mucho calor.
Y a pesar de las comidas, mucho hambre.
Y hastío.
La noche se disipa rápido. Es momento de interrumpir el tiempo y reflexionar, tras un día aplastante. Así es.
En la inmensidad del cuarto, la dama observa su soledad. Se detiene, mira su alrededor. Solo encuentra su paquete de cigarrillos. Unos pequeños escritos, su lápiz y la luz de la lámpara que reposa sobre ellos. La escena remite a las películas que revelan a la protagonista desolada, en medio de su belleza.
Elina, es una mujer hermosa, elegante, esbelta. Se mueve con elegancia aun estando sola. Se balancea despacio. Se mueve con su suavidad y hasta con dulzura.
No tiene mucho para hacer.


La dama burguesa, se acerca al ventanal, observa la noche. El silencio es atroz por estas horas. Se sienta entonces en la computadora, y abre las páginas de las redes sociales.
Hay un par de esas que prometen contactos ocasionales y todo eso.
La red está colmada de imágenes, familiares y amigos en los festejos de la Nochebuena y la Navidad. Caras sonrientes, caras borrachinas; eternidades momentáneas… quizás más tarde se conviertan en recuerdos del mundo en el universo digital.
En medio de la noche, esta mujer aguza los sentidos en fotografías. Mira un segundo, tiempo suficiente para encontrar los mismos gestos. Pasan en fila, hacia arriba, como muestran las páginas de Internet casi todas las cosas.
Todos, parecen haber olvidado todo. Están despreocupados por las tiranteces del mundo.
¡Dichosos los que pueden ser felices…! Un pequeñísimo pedacito de envidia siente por ellos, que pueden olvidarse de todas las cosas inconclusas que la vida nos va dejando.
O que cierran a su manera.
Ella, sin ir más lejos, está sola.
Cierra el año, sola.
Empezará el año nuevo, sola. Rodeada de gente, e incluso de personas que la quieren, pero está sola. Y eso duele…
...

Para una mujer estar sola, implica saberse libre, plena sin límites… pero la soledad es un arte que pocos parecen disfrutar.
No todos saben estar solos. Es cuestión de pocos, disfrutar de encontrarse con uno mismo. Permanecer en equilibrio con uno mismo, sin necesidad de otro.
No obstante, quien traiciona, nuestro peor enemigo es el cuerpo. Las emociones sólo encuentran respuesta, para calmar su sed, en el contacto con el otro.
En realidad, las mujeres somos seres extraordinariamente raros, complejos e inexplicables. Grandes amantes de la vida y de los placeres mundanos; sociables y solitarias al mismo tiempo. Vivimos aceleradamente las pasiones, y muchas veces buscamos refugios en nuestro capullo, al igual que la oruga, para producir nuestro proceso transformador, y resurgimos con más fuerzas, más libres y más plenas.
La soledad, a veces, y solo a veces, es necesaria.
...

Y quizás, en esta noche, esta dama se encuentra deseosa de albergar placer, de entregarse a otro cuerpo.
En el rostro de esta bella mujer, hay huellas simples, rasgos visibles de muchas noches de verano que se han esfumado.
Su morada está deshabitada, su alma también lo está. Su cuerpo clama de encanto, es un espacio sublime para colmar de caricias y besos. Besos y caricias que devuelvan al cuerpo las sensaciones de sentirse otra vez mujer, para que olvide por un instante su faceta racional.
Del otro lado, la escena es distinta, un hombre, al que también le pasaron los días, los minutos y los segundos; aguarda frente al monitor, una simples palabras de aquella mujer simple y elegante, que una vez conoció.
Aguarda entre sombras, pues siente lo mismo que ella, la nochebuena lo ha vencido, lo ha hecho sucumbir.
Sus manos grandes, rasgadas por el trabajo están sobre la mesa. Unos libros de Borges, escritos propios, un par de botines, una guitarra vieja, muy vieja; fotografías antiguas, un retrato, ropa y papeles por los rincones, unos cuantas hilos delgados abrazan los objetos, queriendo albergar cada cosa en su lugar. Parece que hace tiempo, todo se detuvo, todo está tal cual estuvo alguna vez.
Al parecer, ese hombre, no tan viejo, se siente bien ahí, junto a su jarro de cerveza; disfruta del alto en el camino; de los espacios que le otorga la noche. Puede así forjar un freno a toda la rutina cotidiana.
Al amanecer, nadie ira a trabajar, así que abre una botella más, prende la computadora, revisa correos, lee notas de una canción para tocar y abre sitios sociales.
Entre las opciones aparece un nombre conocido. Una joven muchacha, conocida suya. Envía la solicitud de amistad. Algo poco inusual, pues es bastante huraño.
De repente, la dama rodeada por pensamientos inconfesables, cree oír un sonido peculiar: sí, efectivamente es una solicitud de amistad. Acepta, ríe y en ese preciso momento, como brisa nocturna ingresa un mensaje.
No puede evadirse del asombro. Piensa qué responder “¡Debo decir algo! ¿Qué digo? Muchas sensaciones… ¿Justo hoy? No puede ser. Es un viejo amigo de mis primeros años de la secundaria…”
Se abre nuevamente la pestaña. “¿Cuánto tiempo sin vernos?” Interiormente supone “¿Estará solo? ¿Qué será de él?” Le encantaría saber que está libre como el aire, o simplemente, que está, como ella, sola en esta noche de nochebuena.
– Hola. ¡Felicidades! ¿Cómo estás?
– Bien, muy bien.
– Un placer volver a encontrarte.
En realidad, muere de ganas de tenerlo en frente, nunca pudo olvidar aquellos tiempos vividos en la vieja estación. Reminiscencia del pasado, que no se buscan, pero que nadie intenta olvidar.


Recuerda, ríe a partir de una sola imagen, se evaden significados infinitos. Y todo eso en segundos nada más. Es mirar un nombre, recordar una cara, y pensar otra vez, que el desear que estuviese aquí, en su versión original. Todo a partir de ver un nombre en la pantalla.
Hablan, se miran y recuerdan. Un torrente de emociones, deseos y otras especies desatadas.
Ambos prefieren ese ideal burgués, creen en la palabra mágica, bien pensado, que exista una “posibilidad” es algo bueno.
Se imaginan, esa noche, en la vera del río, envueltos en la bruma, lejos de todo en ese espacio metafísico entre el cielo y la tierra. Que quizás a lo mejor sí, puede ser, podría existir la posibilidad.
Nada más sublime, para un hombre, que imaginarlo todo. Sin apuros, sin prisas, y con la certeza del cazador que está tranquilo porque sabe que puede, que su presa caerá ante él; que va a poder tenerla en sus brazos, abrazarla, bien fuerte. Y si lo desea podrá soltarla despacito, y acariciarla dulcemente con las mismas manos, que hace segundos, tocaban una selectísima melodía.
Luego las imágenes toman otros rumbos. Aunque él se tiene fé, y se jura como un monje blasfemo que si tuviera la posibilidad de estar con ella, aunque pasaran otros mil años, la querría cada día más. Y le llevaría todas las mañanas el café a la cama.
La pantalla tiene un montón de avisos. Son de ella.
-Demasiado tiempo paso, sin embargo el recuerdo está intacto. Nunca pude dejarte ir.
-Recuerdo tus besos, tu cuerpo. No digas nada, tu silencio lo confirma todo. Aun duermes con ella.
-No hables por mí. Sabes que aún recuerdo aquella noche. Bebimos un par de copas, y entre sábanas blancas recorrí tu cuerpo por primera vez.
-Como olvidar tus suaves caricias, el temblar de tu cuerpo, esa lucha piel a piel, donde me hiciste mujer. Nos uncimos en un fuego inevitable.
Ambos se estremecen, bajo los cielos fluyen mil fantasías juntas. Todos estos años se buscaron en las sombras, y solo el destino bendito, los logró hallar. Hoy, nadie puede separarlos.
No hay quien se atreva. No quedan miedos. Ella, se ha vuelto un volcán de sensaciones y él, la imagina tendida en su cama al amanecer.
La charla sigue, los minutos se desvanecen. Las palabras emergen sin rumbos, sin pausas. Nadie los oye, y nadie los ve. -¿Quieres que vaya?
-Sí, aquí te espero, como hace tiempo atrás.
Al parecer todo lo que hablaron, sucederá.

                                                                              ***


UN CABALLITO EN EL RINCÓN

                                                                                 Por Alberto Ernesto Feldman
Caballito madera


Navegaba entre el trabajo y la Facultad, en días que tendrían que haber tenido por lo menos treinta horas en vez de veinticuatro, hasta que abandoné los estudios y trabajé de muchas cosas, y al formar una familia, me anclé en el volante, y por más de cuarenta años fui chofer de ómnibus, camiones y taxis.

En las horas libres, que no eran muchas, me dediqué a hacer, como aficionado, lo que siempre me había gustado: algunos muebles que necesitábamos; entre otros, armarios, mesas y sillas.

Cuando nació mi hija, hice un caballito de madera y lo puse en un ángulo de su habitación, como un adorno, hasta que su dueña creció y pudo jugar con él, primero con ayuda y después por si misma.

Al pasar los años, tan rápido que apenas lo puedo creer, llegó un día en que, tal como lo había anunciado, se fue a vivir en forma independiente, porque se había recibido, tenía una profesión y un empleo.

El caballito siguió de guardia en el mismo lugar de la habitación, esperando durante mucho tiempo que otro ser vuelva a cabalgar sobre él. Debí restaurarlo un poco, porque las patas estaban algo flojas, y mi esposa le hizo una montura nueva de terciopelo. Por fin llegó Anita, nuestra nieta, que jugará con él dentro de un tiempo, como lo hizo antes su madre.

Ese caballito de madera, que está siempre esperando en su rincón que venga a montarlo una criatura, me trae, cada vez que lo miro, un recuerdo de la infancia.

Desde chico, quizás desde los seis o siete años, quise ser carpintero. Me maravillaba contemplando a un ebanista que trabajaba en su taller a la vista del público, en un local a pocos metros de mi casa.

La serenidad y la paciencia con las que, durante horas, se dedicaba a darle forma a una pata torneada, a taracear una tapa de mesa con figuras geométricas, flores o arabescos de distintas maderas y colores, la manera con que disponía prolijamente sus herramientas sobre una franela amarilla al comenzar su tarea, o las horas que pasaba frotando un mueble nuevo con un taco envuelto en papel de lija hasta conseguir dejarlo liso y pulido, listo para ser lustrado, le daban a su tarea una apariencia casi religiosa.

Muchas veces le vi cortar una tabla o un listón al comenzar un nuevo trabajo, apoyar la sierra sobre el banco y oler con fruición la superficie seccionada, con un gesto de placer que entendí muchos años después, cuando yo mismo olía un trozo cortado de pinotea resinosa, de pino chileno, o de mi preferido, el cedro, con su fuerte olor a canela.

A pesar de concentrarse en su tarea como un artista en el escenario, él miraba cada tanto hacia afuera, calibrando el interés de las personas que se detenían a observarlo.

Como yo era uno de sus espectadores más frecuentes, un día me saludó con un rápido gesto de su mano y la vez siguiente me invitó a pasar.

Debió verme muy interesado, porque me preguntó si quería ser carpintero; y yo, orgulloso y con voz temblorosa por la emoción, le pregunté ingenuamente cómo se había dado cuenta.

Me invitó a venir a verlo trabajar en cualquier momento y a preguntarle todo lo que quisiera.

¡Gracias, maestro carpintero, por haber hecho que quiera a la madera, pero sobre todo, por haber prestado atención a ese chico que fui!

                                                                         ***

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