lunes, 6 de julio de 2015

NARRATIVA


Azur

Por Fernando Veglia p/fernandoveglia
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La madrugada era joven, la brisa cálida y la atmósfera agradable. El verano hacía de las horas sin sol verdaderos oasis de placer. La luna, enorme y clara, azulaba edificios, aceras y calles.
El alumbrado público iluminaba tenuemente una avenida solitaria. Los viajeros, que sólo la transitaban por la noche, no imaginaban que, durante el día, rebalsaba de automóviles, autobuses, peatones yendo y viniendo, bocinazos, diálogos y gritos, olor a gasolina, a perfumes baratos y a diversas comidas. La vida del lugar dependía del horario comercial; a las ocho de la mañana los comercios levantaban sus persianas y a las nueve de la noche las bajaban. Nadie transgredía ese horario.
Los comerciantes, debido a los constantes robos que sufrían, tuvieron que agruparse, debatir y resolver como defenderse. Decidieron establecer y respetar un horario de atención, colocar persianas metálicas en los frentes y contratar un policía para que hiciese rondas nocturnas. Medidas simples, aunque efectivas. En poco tiempo, la zona resultó mucho más confiable de lo que era.
Cada noche, la avenida confesaba, al policía, recuerdos, secretos y anécdotas. Él, más que custodio, sentía que era un caminante. Caminaba, hasta aburrirse, de un extremo a otro y por ambas aceras. Solía contar la cantidad de comercios, de pasos, las estrellas y, cuando la espesura de las horas ponía a prueba su paciencia, confiaba sus secretos a una luna ausente y distante.
El policía era un corpulento hombre de veintiséis años, seguro de sus capacidades e hinchado de amor propio. Con el fruto de su profesión mantenía a su esposa e hijos; eso lo satisfacía, lo enorgullecía. Su presencia disminuyó los robos drásticamente; los sospechosos, al verlo, huían disimuladamente y sólo en dos ocasiones persiguió a unos simples rateros y los apresó, sin desenfundar el revólver.
La cálida brisa de las cuatro de la madrugada, sorprendió al uniformado recostado sobre un poste de alumbrado y contándole a la luna que algunas estrellas titilaban más que otras. Cansado y más aburrido de lo habitual, emprendió una de las últimas rondas.
Caminó con paso firme, a veces sobre la acera, a veces sobre la avenida. Observaba sin pensar, como si fuese una acción maquinal. Mientras contaba los comercios, advirtió que la puerta de empleados de una joyería estaba entreabierta. Un escalofrío recorrió su espalda y la sorpresa hizo temblar sus piernas. Era hora de cumplir con su deber.
Acercándose sigilosamente, comprobó, por las marcas en las jambas y el pestillo cerrado, que la puerta había sido forzada. Desenfundó el revólver e ingresó sin pensar en el peligro al que iba a exponerse, sin dar un alerta a la comisaría y sin pedir refuerzos.
Las luces estaban encendidas y él agazapado en la entrada, detrás de un mostrador. Escuchó pasos y el inconfundible barullo de un revoltijo apresurado. Supuso que provenían del fondo de la joyería o del depósito y que había una sola persona. Debía actuar rápido, sorprenderla.
Atravesando un pasillo, pateó una caja de cartón y los ruidos cesaron instantáneamente. Había perdido factor sorpresa. No le importó. En el área de atención al público, supuestamente, no había nadie y subir al depósito era arriesgado. Decidió inspeccionar el despacho privado que estaba a unos metros, al fondo del negocio.
Cuando abrió la puerta del despacho, las luces fueron apagadas y, detrás de él,  una sombra descendió velozmente del depósito. Giró, tan rápido como pudo, e instintivamente disparó. La sombra saltó por encima de un mostrador y efectúo un disparo. Ninguno de los dos hombres habló, ambos sabían que estaban atrapados; la única salida era la puerta de empleados.
El policía estaba dentro del despacho privado, el ladrón detrás de un mostrador y la puerta de empleados equidistante de ambos; el que intentase llegar a ella sería alcanzado por los disparos del otro. No había palabras, no había tregua, solamente la posibilidad de salir de la joyería eliminando al contrincante.
Tanto el hombre de la ley como el bandido, antes de enfrentarse por última vez, se persignaron y rezaron con las mismas palabras.
“Dios… Dios… Quiero salir de acá. Por favor, dios ayudame y no me desampares. Uno de los dos no sale de acá, ayudame… ¿Qué hice mal?… ¿Qué hice mal? Déjame salir… ¡Salvame! Virgencita ayudame, rogale a tu hijo que me salve. No quiero morir, no quiero morir hoy, no voy a morir hoy… Virgencita en vos confío, guía estas balas para que se encarguen de mi enemigo… Padre nuestro… Padre de los cielos, venga tu reino… En la tierra como en el cielo. Danos hoy…. Y perdona nuestras deudas como nosotros… Y no nos dejes caer en la prueba sino que líbranos del malo… Amén”
Policía y ladrón salieron al encuentro. Gritos, disparos a ciegas, una caída, olor a pólvora, olor a muerte, luces encendidas, pasos y silencio, eterno silencio. La luna continuó ausente y distante y la avenida tenuemente iluminada.
            
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Relato incluido en el libro Líneas (Editorial de los Cuatro Vientos, 2005)


*Fernando Veglia, escritor y articulista argentino.

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