lunes, 10 de agosto de 2015

NARRATIVA


Cinco días

Por Fernando Veglia
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Un año y seis meses es tu edad, azul o celeste aparentan ser tus colores favoritos, preferís gestos a palabras; ademanes, miradas y sonidos entrecortados expresan el mundo que te rodea.
Sedosos cabellos rubios convertidos en finos cabellos castaños, ojos grises de cielo nublado en ojos celestes de cielo calmo, rostro de bebé inquieto en rostro de niño travieso. La transformación, la curiosidad y el descubrimiento te envuelven con ternura de madre.
El tiempo muere a medida que creces, atesoro cada instante como recuerdo imborrable. Temo que los días susurren a tu corazón palabras de olvido acerca de nuestro amor; llegará el momento en que nos veremos hombres, juzgarás mis decisiones sobre tu persona, actos y sentimientos; entonces te hablaré sobre un muchacho joven, su amor, aciertos y errores. Seré vulnerable, cual niño de año y medio, puesto que ninguna explicación muta ausencia en presencia, o angustia en satisfacción.
Espero que, en tu juventud, comprendas los párrafos siguientes; una ínfima porción de nuestras vidas, una simple anécdota.
Estábamos en la cocina de la casa de tus abuelos maternos, tenías los pies sobre una silla, las manos en la mesa y la mirada encandilada por un diminuto auto; tu abuelo lo arrastraba, con su pesada mano, de un extremo a otro de la mesa, imitando con voz ronca el bramido del potente motor. 
Entre los pliegues del mantel, nacía la extensa ruta que atravesaba el desierto, las migas, como rocas, dificultaban la marcha, los vasos, cual columnas de templos abandonados, vigilaban el camino y la panera, montaña de piedra inalcanzable, debía ser rodeada para retornar por la misma senda.
Tu tío, Germán, sentado en la cabecera, los contemplaba tiernamente, sin entrometerse en el juego. Tu abuela me hablaba, ligera y ansiosamente, de las pertenencias que tu madre aún tenía en el departamento. 
Alguna vez, vivimos los tres juntos. Fue un período feliz por tu llegada y turbulento porque mi relación con tu madre empeoraba. Desde entonces, cinco días nos separaron, sólo compartíamos sábados y domingos. Temía que mi peor pesadilla fuese materializada; la fría indiferencia ante mi alegría cuando nos encontrábamos, o el irremediable llanto que, a mitad de la noche, nos distanciara. Deseaba, con todas mis fuerzas, que jamás me castigaras tratándome como a un extraño.
A todo lo que solicitó tu abuela dije sí, incluso ofrecí colaborar en el embalaje y el traslado, era cuestión de verte ajeno al mundo. Luego, tu abuelo me habló de lo mismo y, a todo, volví a decir sí.
Debía irme; había llegado el momento de la despedida. Te besé en la mejilla sin decir palabra, sin arrancar tus pensamientos del juego; un simple “chau” hubiese desatado el llanto. No estaba despidiéndome, huía. Di tres pasos en dirección a la puerta, cuando tus pequeñas palabras pidieron a mis ojos la mirada. Con un auto aprisionado en cada mano, parado sobre la silla, casi tambaleando, me decías, besando el aire con finos labios, “te besaré”. Nos despedimos como hombres. A mi espalda no escuché lloriqueo o escándalo. Estábamos aprendiendo a esconder las lágrimas, en el silencio de nuestras almas.

                                                               


Relato incluido en el libro Líneas (Editorial de los Cuatro Vientos, 2005)

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