sábado, 28 de noviembre de 2015

LAS AMANTES SON RUBIAS - AVANCE





SUPERSTITION
                                        

     La tarde en que lo conocí, llovía torrencialmente. Yo bajaba las escaleras del subte; apresurada, tropecé en los primeros escalones. Quise asirme, patiné. Sentí que mi cuerpo, en desequilibrada estética, perdía estabilidad.
    A la altura que llevaban mis ojos en la caída, un pantalón oscuro, subía. Luego, corridas, zapatos mojados, regatones. Me detuve en el último escalón, el taco de la bota partido.  Un dolor agudo, en la cintura, impidió que me levantase. Estirando la espalda, traté de empinar el cuerpo. En ese instante, una mano firme, impulsándome, me ayudó a ponerme en pie. La misma mano, alcanzó la cartera, el paraguas, el echarpe, mientras yo trataba de mantener estabilidad sobre el tacón roto.
    —Te acompaño a tomar un taxi, no podés viajar así en el subte. ¿Te sentís bien? —se interesó tuteándome con naturalidad, la voz me sonó perfecta.
    Subimos, detuvo un taxi. Sostuvo el paraguas mientras yo me acomodaba en el asiento, me entregó su tarjeta.
    —Llamame, por favor, cuando llegues —dijo antes de cerrar la puerta del auto. 
     Cuando entré en el departamento, me ardía el raspón en la rodilla, el tobillo se había inflamado dentro de la bota. Por supuesto, no lo llamé, preferí tirarme en el sillón del living. Después, me apliqué compresas de hielo y tomé un té caliente. Antes de acostarme, pensé que él había demostrado consideración al decir que lo sentía con su voz perfecta y disqué el número. En el contestador dejé el agradecimiento.
    Al día siguiente la sesión con mi sicóloga rondó el episodio de la caída.
   —Derrumbarse, despeñarse —terció —trasunta una crisis, un estado anímico en baja –aseveró. En un gesto sensual la melena rubia le rozó los hombros.
   —Soy supersticiosa, fue la lluvia, nunca me ha traído buena suerte —la contrarié al recordar que había pasado épocas de crisis mayores sin resbalar por escaleras. Ella hizo un mohín de suficiencia, mi traspié reflejaba torpezas que aún debía acomodar.  Yo había tenido la fortuna de hallar un gesto solidario, atento, entre las indiferencias que transitan peldaños. Me quedó claro.
    Dos días más tarde él llamó, su contestador había registrado mi teléfono. Resolvimos encontrarnos, me invitó a cenar. Al salir, ya esperaba al lado de la puerta de su auto. Se adelantó,  una sonrisa simpática le estiró la boca. Nos dimos un beso ligero, me ayudó a subir al coche.
    Era más apuesto de lo que recordaba. El perfil, el pelo oscuro, se iluminaban con las luces verdes de los semáforos. “Qué seductor”, pensé y sentí un aire familiar, como si siempre nos hubiéramos tratado.
     El maître trajo una botella de espumante francés.
    —Por todas las escaleras de  todos los subtes— dijo con su voz perfecta, y brindamos. El recuerdo del desmañado charme con que pisé el destino aquella tarde, me turbó por un instante. Me pareció que el mozo, al servir la copa, descubría mi rubor.
    —Se lo debemos agradecer a la lluvia ¡Qué destino a favor! —aseguró con aire sensual, volvió a tomarme la mano —Están tocando Superstition, ¿bailamos? —me animó. En dos o tres pasos sintonizamos el ritmo del soul, lo noté sensible, tierno.
   Me sorprendí contándole cosas de mi vida, detalles y fobias, tantas que estaba obligada a perpetuar terapias de apoyo. Él me comentó de sus alcances como escritor y los pormenores de una obra que quería llevar al escenario.
  —Es hora de irnos —propuse por prudencia, aunque quería seguir escuchando sus proyectos. Asintió, levantándose, me cubrió los hombros con el tapado. Por supuesto, me besó al llegar a casa. Se quedó aguardando a que lo saludara desde el ascensor.
   Era tardísimo, igual, no podía dormir. Me desmaquillé y guardé la ropa. Preparé una infusión y me senté frente a la computadora. En Google, hallé detalles de su carrera. Era columnista en un periódico, colaboraba en una revista literaria, había obtenido dos menciones internacionales por sus obras. Me dormí pensando que se le otorgaba la Palma de Cannes y yo, le entregaba el galardón. Sobre la alfombra roja, lucía tan esbelta como Kate Moos ataviada con un solero de Valentino. Supuse que debería tratarlo con la sicóloga, no es propio soñarse trasvasada en otro cuerpo.
    A la mañana siguiente, temprano, mi hermana llamó por teléfono.
   —Ayer me acosté tarde. Te llamo después  —prometí, pero fue inútil; mi hermana no tiene paciencia para esperar el motivo por el que me acuesto tarde. Al mediodía vino a oír la parte romántica del encuentro.
   —Estaba destinado —concluyó mi hermana —. Ibas a conocer a un hombre de talento—acotó como si la clarividencia fuera su profesión —.Igual, cuidate, no son personas fáciles los artistas —sentenció.
    Me arrepentí de haber comentado con lujo de detalles el encuentro, sin embargo, debo aceptar que esta última frase fue iluminada.
    Telefoneé a mi sicóloga para la cita semanal.  Transcurridos los treinta y cinco minutos dio por finalizada la charla. Me recomendó trabajar la autoestima y seguir con ejercicios de respiración acompasada.  
     Pasadas dos semanas nos vimos en el Petit Colón. Entré, sentado a una mesa alejada se levantó para indicarme el lugar. No escatimó galanterías, daba gusto. 
     En la charla, me confió un proyecto con editores holandeses tentados en armar una obra teatral con su último relato.  Sintetizando, los holandeses pensaban saltar la boletería con una obra en idioma castellano, se la compraban con la condición de que se hiciera cargo de la puesta. Hasta aquí todo en marcha, pero, en la trama, el personaje principal no tenía el calibre que ellos exigían y había que modificarlo.
   —Quieren que se destaque lo científico, proponen una historia que gire en torno a un terapeuta que experimente lo que le ocurre a sus pacientes, alguien que no pueda mantenerse alejado del conflicto —me explicó —.No le puedo encontrar el hilo. Me entusiasma la idea pero me cuesta darle carnadura. El proyecto se llevaría a las tablas de inmediato, los holandeses están ansiosos, así que, imaginate—confesó —, estoy preocupado.
   —¿Eso te preocupa? Tonterías… Te consigo una cita con  mi sicóloga, es súper profesional, pude orientarte. Y por lo visto, el protagonista sería un colega —aporté.
   —¿Te parece? Me da cierto pudor mezclarme —se disculpó.
   — Dejá, ni que fuera terapia de pareja…—me reí—  ¡Nada que ver! Vos con tu inquietud y yo con la mía, ella es impecable en análisis. Ya vas a ver. Dejámelo a mí, te pido turno para esta misma semana.
   Dicho y hecho, en la primera sesión, empatía y manos a la obra. Literal, pues ella se ofreció a proporcionar ideas para la trama.
    —¿Cuál es el tema? —quise saber.
    —Bueno…, lo evalué y creo que dará un giro sobre el original —agregó pensativo—.Voy a pulirlo, merece revisarse. No puedo perderme este guantazo de buena fortuna, lástima que rechazaron el préstamo que solicité en el banco, tendré que meterme en una cueva de buitres, no es justo perder la oportunidad.
      Debí seguir escuchándolo sin terciar, sin embargo, su voz, ahora melancólica,  volvió a parecerme perfecta y, me ofrecí a  facilitarle el dinero. Se resistió, “ni se te ocurra, no puedo permitirlo, apenas nos conocemos, qué pensarás de mí…”. Finalmente, aceptó. 
    —Lo hago porque insististe —dijo —.Te paso el número de la cuenta del banco. Directamente depositá el dinero, así ni lo toco.
    No le faltaba razón, mirado reflexivamente, mejor depositar el dinero, así me aseguraba de que no iba para otro fin. Al día siguiente ingresé en su cuenta el monto acordado. Lo llamé para confirmar la operación bancaria.
    —¡Qué bueno! Gracias, sos divina. ¿Querés venir a casa a comer esta noche?
    —Tengo cita con la sicóloga, pero, a la salida paso. Llevo helado—prometí.
    El living era pequeño; en un vértice, una mesa oficiaba de escritorio, sobre ella la computadora y un grupito de libros amontonados.
    —Pensé que tendrías paredes llenas de libros, maquetas de teatro, montañas de películas, no sé, esas cosas…
    —La biblioteca la tengo en el campo, por ahora, más que leer, estoy escribiendo. No hablemos de libros esta noche. Vení, ponete cómoda —invitó—. Ahora mismo llamo al delivery, iba a preparar algo para sorprenderte, pero todo el tiempo libre lo dedico a la obra. Hice cambios, mañana voy a terapia, se me hizo imprescindible.
   Sentados en el balcón, brindamos por el estreno. Esa noche, demostró ser fantástico en escenografías de recurso pasional. Dos días más tarde, llamó para encontrarnos en Palermo.
    —Tengo casi rematada la historia. En la semana entrante firmo el contrato para la obra, seguro la estrenan antes de fin de año.
   —Faltan tres meses para fin de año —tercié; desde luego, su entusiasmo restó importancia a la inmediatez para preparar semejante proyecto.
   —Me opongo a que ellos manejen la publicidad —previno con acento contrariado.
   —Pero, ¿la pagarías vos? Es un desembolso de dinero…
   —Eso te quiero consultar. ¿No te parece mejor esta libertad de elegir la imagen del afiche? Ser dueños de la propaganda… Contrataría al musicalizador, la distribución en las salas me pertenecería por completo…No es tema menor, apenas unos pesitos  considerando el éxito que traerá la pieza. Tengo un resto, pero no llego, y creo que debiera aprovechar la buena mano—apuró.
    La idea no tenía refute, las ganancias se adivinaban mayores. Ofrecí unos ahorros, él aseguró que los duplicaríamos.
   —Cuando cobremos los derechos —dijo pluralizando.
   Al mes, el guión estaba dispuesto, iba a presentarlo a los holandeses. Esa tarde, estuve pegada al celular, no me moví de casa, falté a la sesión con la sicóloga. Hacia las diez de la noche, desde el auricular, su voz perfecta era un huracán de odio. Los holandeses habían rechazado la idea central del guión, retiraban la oferta de la obra teatral, el estreno quedaba en agua de borrajas.
   —No entendieron nada, son unos imbéciles. Todo perdido, la obra al garete… el tiempo que me pasé armando los diálogos, la atmósfera…—se quebró.
   Las inversiones que había demandado el sueño de la puesta en escena no se podría recuperar a menos que se realizara por cuenta propia.
   —¿El tema es bueno? —inquirí.
   —Cómo podés dudarlo…—contestó casi ofendido.
   —Te ayudo a llevarlo al escenario —dije de un tirón. Me sonaron extrañas mis propias palabras, pero a esa altura, la obra nos pertenecía por igual, era lógico que me involucrara.
   —Es humillante, ¿cómo voy a presentar mi obra con tus recursos?
   —Te propongo un tanto por ciento mayor que el tuyo —sostuve— Y queda la deuda saldada.
    Hicimos cuentas, el proyecto prometía. 
    —Lo pasado, pisado—lo entusiasmé y lo invité a cenar. Declinó, estaba cansado. Consulté con mi sicóloga, para algo era la sicóloga de los dos; me tranquilizó diciéndome que lo llamaría; “hay que evitar las depresiones”, acotó sabiamente.
    Él volvió a meterse de lleno en maquetas. Se ocupó de la publicidad y bosquejó un afiche: en penumbras, sobre un sofá, el cuerpo perfecto de una mujer rubia. Detrás de ella, el perfil de un hombre aparecía en claroscuro, vuelto a medias hacia otra imagen difumada, imperceptible.
    —Un personaje secundario —explicó. 
    Para la presentación, dio lustre un bar temático de San Telmo, allí se organizó el avance y las entrevistas. Mis ahorros menguaban, pero iba a resarcirme con el éxito que prometían los diarios en los que colocamos avisos  publicitarios.
    —Tengo el teatro —dijo una noche, cuando cenábamos en casa de mi hermana.
    —Qué nervios, ¿no? Contame, ¿de qué trata el tema?—lo instó ella,  mientras servía el postre.
    —Esperá el estreno…—la detuvo con una sonrisa—.El teatro queda en Barracas, decorados nuevos, escenario en redondo, ideal para armar un vértice iluminado y otro en penumbras. Se sabe, el cosmos humano dividido. Y, ni qué decir de la protagonista.
   —Eso, eso… ¿cómo es la protagonista?—pregunté, pero él, en el mundo de sus ansiedades, no debió oírme.
    —No, mejor no les cuento—decidió—, para eso estará la Premier.
    Durante la semana siguiente, no nos vimos, él tenía entrevistas con artistas y eso sisaba su tiempo. Por teléfono, me contaba los recursos, las ideas, los proyectos que iba ejecutando.
   —A último momento siempre hay cambios, es la adrenalina del estreno. Me abrió la cabeza la terapia, te lo juro, no hubiera podido hacerlo sin ese recurso. Hoy tenemos un ensayo con el musicalizador, después voy a la sicóloga; mejor dejamos la salida para otro día. El fin de semana me encierro a ensayar.
  —¿No vamos a vernos?—dije con pena. Él prometió “hacer un lugarcito” entre tantas ocupaciones. Lamentablemente no fue posible. El lunes, mi sesión con la sicóloga avanzó sobre la realidad de estar enamorada de un hombre apasionado por el teatro, un escritor dinámico, un creativo sin tiempo para naderías. ¿Naderías? No se me había ocurrido esta palabra para definir mis necesidades.
     La noche de la presentación, diluviaba.  Mi sicóloga había sido invitada, era innegable su mérito sobre el libreto, su participación profesional. Nos encontrarnos en el hall del teatro; como siempre se la veía radiante,  segura, el pelo impecable.
      Apenas llegamos, él salió al encuentro. Lo noté nervioso, ella le propuso seguir la obra entre cortinados.
    —El estreno es decisivo —terció.
    Me acompañaron hasta la butaca y desaparecieron por una escalerilla cerca del escenario.
    Sentada en la butaca, aguardé espectante. Las luces bajaron, el telón fue levantándose despacio. En la oscuridad, un sofá tapizado en rojo, una mesita baja, el sillón giratorio del analista. Hacia la izquierda, una puerta enfrentada a un ventanal con vidrios espejados.
   Un joven de pelo oscuro, cruzó el escenario tras el sonido de una campanilla. Luces verdosas se desviaron iluminándolo. Se me antojó haber visto antes la misma imagen. Desde el foro, irrumpió una silueta femenina. Alta,  sensual, la melena rubia sobre los hombros.
      Con desenvoltura, traspasó el umbral, juntos caminaron hasta el centro del escenario. Los vi abrazarse, separarse, volver a encontrarse. Sentados en el sofá, uno en brazos del otro, se besaron. Ella se irguió, caminó hacia la puerta, él la detuvo abrazándola por la espalda. Resbalando por el cuerpo de la mujer rubia, él se dejó caer. De rodillas, lo vi empequeñecerse. Ella giró, lo instó a levantarse.
      —Tenés que decírselo. Ahora —puntualizó con firmeza—¡Ahora mismo!
     Él caminó hacia el borde del escenario, pegado al proscenio, detuvo un instante los ojos sobre la platea. Los focos altos, impactaron en su figura. Bajo un cono iluminado, su voz sonó perfecta. Reclinada sobre el brazal del sofá, la mujer rubia, cruzó las piernas soberbias. Los pies, calzados en stilettos, eran flechas disparadas a la primera fila. 

***

MARITA RODRIGUEZ-CAZAUX
LAS AMANTES SON RUBIAS (2015)
EDITORIAL DUNKEN









No hay comentarios:

Publicar un comentario