jueves, 3 de marzo de 2016

LAS AMANTES SON RUBIAS 

“EL TAPADO DE MEZCLILLA”

                                                                                                                                         Por Marita Rodríguez-Cazaux
Caminante solitario
Lo había descubierto en San Telmo, revolviendo en una tienda cualquiera, casi oculto por un echarpe de cachemira. Sin poder resistirme, me lo calcé sobre los hombros.
—Un abrigo italiano, de corte impecable —se apuró a indicar el tendero— Mire los pespuntes en cordoné, los botones dorados, la martingala. Un tapado con presencia. Dígame, ¿usted diría que es verde, azulado o gris? Le resultará imposible porque este tapado tiene el color del estado de ánimo de quien lo use—dijo confidente —.Y fíjese la trama…Ya ve, una pichincha para no perderse—remató con gestos galantes.
Pagué sin regateos, sin entender por qué me atraía un abrigo de mezclilla fuera de moda y salí de la tienda con el tapado colgado en el brazo. Balanceándose al compás de mis pasos por los adoquines, las mangas parecían gesticular sombras azules, verdes y grises en las paredes.
Ya en casa volví a ponérmelo. Mirándome de perfil ante el espejo, me pareció regresar a la infancia, delante del ropero de mamá, probándome su ropa.
Qué tonta, porfié, no necesito tener otro abrigo, y menos si me lleva a esos recuerdos. Claro que no es mala compra, no puede negarse su hechura distinguida, me conformé mientras lo colgaba en una percha.
Una semana más tarde me invitaron al cumpleaños de una prima en la casona de la playa. No quería ir porque la casa rememoraba aquellos días interminables de veranos aburridos, donde daba vueltas por el parque, la sala, los pasillos del corredor. Pero, yo jamás encontraba las palabras que ayudasen a escabullirme de esas reuniones tediosas y acababa por aceptar.
Termino haciendo lo que no quiero, me recriminé mientras guardaba contrariada en la maleta la ropa interior y los zapatos altos, los cosméticos y el vestido negro de lana. Con este frío, protesté al tiempo que ponía todo en el baúl del auto. Entonces, me acordé del tapado de mezclilla jaspeada.
Puedo estrenarlo, pensé, y lo acomodé en el asiento.
A las tres horas cruzaba la tranquera y seguía el camino de pinos hasta llegar a la casona. Estacionados sobre la gramilla, cuatro autos y una moto se alineaban bajo el alero. Adiviné que todos estarían en la sala, junto al hogar de leños.               Cuando entré, un fuerte olor a piñas quemadas llenaba el salón.
—Por fin —me recibió la tía, con el tono afectado que creía obligatorio en la gente paqueta y se acercó para besarme.
—Ya nos marchábamos a pasear por el centro —me dijo mi prima al abrazarme. Pensé que el centro no tenía más de cinco cuadras de negocios, un club, el casino venido a menos y la plaza principal.
—Vamos, vamos —ordenó la tía y empezó a distribuirnos por grupos para subir a los autos.
—Está desierto, como todos los inviernos —susurró mi prima y, sonriendo, me empujó para salir.
Poca cosa para estrenarme el tapado, pensé.
En el verano, la playa era invadida durante el día por haraganes ricos con anteojos oscuros que, antes del atardecer regresaban a sus hoteles a cenar y nos dejaban todo el pueblo marinero para nosotros. La gente se reunía en las puertas de las casas y tomaban helados en las veredas, convencidos de que el lugar solamente les pertenecía por entero en los inviernos.
Hacia la medianoche los autos volvían a acercarse a la playa, con los faros encendidos circundaban un espacio donde encendían fogatas mientras las radios sonaban estridentes. Yo los veía detrás de las ventanas, espiando el bullicio de los visitantes, imaginando sus vidas agitadas, sus viajes, sus desbordes. Aventuras tan distantes de mis vacaciones sosegadas.
Caminamos hasta el bar del centro, un viento fresco me obligó a cerrarme sobre el cuello las solapas, mientras un sol delgado resbalaba por el tapado.
—¿Te acordás de Enrique? —cuchicheó mi prima, tocándome el brazo.
Era imposible olvidarme de Enrique. Lo recordaba aún sin proponérmelo.
El año en que mis primos pasaron con los abuelos el verano, los días solitarios sin otro pasatiempo que la hamaca en el árbol y los libros, se volvieron días de alegría y juegos en la playa. Amigo de mis primos, simpático, incansable, era el líder indiscutido. Lo veneré desde su llegada. No perdía oportunidad de estar con él, cabalgando por los médanos, jugando en el mar, organizando guitarreadas alrededor de los fogones.
Juntos siempre, hasta que un mediodía, ella apareció en la playa y el sol se eclipsó sobre su pelo. Perfecta y rubia, paseaba sin prisas por el borde del mar. Enrique dejó de mirarme para mirarla, se fue alejando de todos los momentos que compartíamos para estar pendiente de ella. Quedé más sola que en los veranos anteriores.
Al término de las vacaciones la siguió a Buenos Aires. Más tarde, supe que vivían en San Marino, Enrique había finalizado sus estudios y trabajaba en un buffet importante. Pero la convivencia no resultó fácil y, tras dos años de matrimonio, se separaron. Él, entonces, regresó al campo de sus padres.
Para rematar mi carrera viajé, becada, a Bélgica. Retorné con el inicio de la democracia y conseguí un buen empleo como correctora en una editorial capitalina. A pesar de la relación estrecha con mis primos, no volví a ver a Enrique.
Nos desviamos de la plaza para entrar en el bar. Mi prima comentó que vivía solo, establecido en la chacra familiar.
—Se ha vuelto taciturno —dijo confidencialmente.
Cuando nos sentamos a la mesa, miré en derredor curioseando el salón. La luz raída de las tulipas, se desmoronaba sobre las mesas cercanas. De inmediato, reconocí su nuca, sus hombros apenas recostados en el respaldo en la silla. La tía también lo vio, y poniéndose de pie, alzó la voz para llamarlo. Girando lentamente, Enrique saludó con la mano. Al verme, pareció sorprendido.
Se levantó. Apoyado en la mesa, contestó algunas preguntas de la tía; después se llegó hasta mi sitio.
—¿Puedo sentarme? —dijo, separando la silla.
—Sentate donde quieras —le contesté y corrí el tapado del asiento donde lo había dejado, al tiempo en que él se sentaba.
—Tiempo atrás… —dijo despacio, cruzó los brazos sobre la tabla de madera.
Parece decolorado, como la rubia, me regocijé en secreto al notar las canas en sus sienes y las arrugas leves en la frente.
Sus ojos se detuvieron en los míos, temí que adivinara mis pensamientos y apreté los dientes para no confesarle cuánto había extrañado esa mirada.
No te quiero, no te quiero, llevo media vida aborreciéndote, pensé y sostuve su mirada demostrando una indiferencia que no era real.
—¿El abrigo es tuyo? —preguntó señalando el tapado, como si quisiera alejarlo, mientras yo bebía chocolate dulce, con los ojos fijos en la pared con humedad.
—Lo compré en Londres —mentí. Una mueca le torció los labios.
Cuando nos levantamos para regresar, la tía lo invitó a cenar. Él se negó cortésmente.
—Prometeme que venís a los postres —insistió ella. Enrique, ladeando la cabeza, aceptó casi sin abrir la boca.
Cuando llegamos a la casona, la abuela asaba castañas y las bellotas crepitaban por el calor.
—Pobre Enrique —susurró mi prima antes de ir a cambiarnos, parece que algo lo estaqueara en la tristeza, como si no pudiera ser feliz en ningún lugar. Seguro ni siquiera viene a la noche.
—La tía no debió obligarlo —dije subiendo la escalera.
—Quizá haya sentido lástima por él, Enrique no es el mismo desde que ella lo dejó. Aquella relación fue cruel —agregó mi prima, apurándose en los escalones —, una mujer cínica que solamente perseguía su posición.
—Así son las rubias —contesté molesta, pasando la mano sobre mi flequillo oscuro.
Durante la comida me sentí incómoda, silenciosa. La abuela, solícita, acercaba los platos con castañas almibaradas y los duraznos glaseados del postre.
Después de la cena alguien trajo un álbum de fotos y mientras la tía lo hojeaba todos empezamos a convertirnos en bebés gordos envueltos en mantitas tejidas, en chicos despeinados jugando en la playa, en adolescentes desgarbados.
—Qué lindo sentirse veinte años más joven —dijo la tía. La miré con rabia.             Veinte años, eran los que yo tenía cuando me enamoré de Enrique. Nunca pude querer de la misma manera, arrastrando fracaso tras fracaso, enredos y desilusiones que parecían perseguirme.
—Mirá, mirá…, acá estás disfrazada de Pierrot y con medias blancas —gritó mi prima, señalando mis piernas flaquitas de rodillas huesudas.
Yo odiaba las fotos de la abuela porque acercaban ausencias muy dolorosas, días interminables de vacaciones solitarias mientras la familia viajaba al Uruguay y yo, alejada del bullicio de las clases, no tenía otro pasatiempo que la hamaca en el árbol y los libros.
Un motor detenido en la entrada precipitó a la tía a la puerta. Al rato apareció en el salón del brazo de Enrique. Me pareció que él se sentía incómodo.
Increíble volver a verlo y en esta casa, pensé al tiempo que respondía a su saludo.
—¿Viste las fotos? —dijo la abuela mostrándole el álbum —Fijate qué lindas están las chicas —agregó.
Horribles pensé, horribles con esos trajes de baño con voladitos y los sombreros de lona a rayas. Horribles al lado de la rubia impecable, envuelta en un pareo importado y con un escote de envidia.
—Fue una época especial —dijo Enrique sonriendo con ese rictus que diferenciaba su sonrisa de la de los demás.
—¿Por qué? Un verano que pasó de largo y que nadie recuerda, no tiene nada de especial —intervine sabiendo que iba a lastimarlo.
Lentamente se separó del sillón donde la abuela hojeaba las fotografías. Se acercó al ventanal. La tía le alcanzó un pocillo de café. Los vi hablar en voz baja.
El calor de los leños me mareaba. Descolgué el tapado del perchero y salí a fumar un cigarrillo al parque.
Unas pisadas a mis espaldas hicieron que me diera vuelta. Era él.
—Al llegar a San Marino ya la había perdido —dijo como si fueran palabras que hubiesen quedado adeudadas, un secreto que tuviera que develarme —.Fue inútil tratar de retenerla, no pude lograr que me quisiera —agregó sin pudor.
—Nadie puede hacer que lo quieran —silabeé con resentimiento, dispuesta a tirarle en la cara todo el dolor de estos años.
—Volví a encontrarla hace unos meses, sentada a la mesa de un café, abrazaba a un hombre joven. Sus dedos perfectos plegaban para cerrarla sobre su garganta, la seda de una chalina; un gesto que solamente ella podía volver sensual y provocativo. Todavía me pareció hermosa, hermosa como siempre, pero al descubrirme desvió la cara —siguió diciendo como si viera un paisaje más allá del que nos rodeaba.
Se pasó la mano por el pelo que le caía sobre la frente. Su voz era opaca cuando volvió a hablar.
—Recordé el último momento en que la sentí mía. Caminábamos por una calle escalonada, una llovizna imprevista nos apuró los pasos. Ella cerró, en un gesto delicioso, las solapas de su abrigo. Un abrigo jaspeado de color indefinido, con botones dorados, que habíamos comprado juntos en las tiendas de San Giovanni. Un tapado de mezclilla que volvía el tiempo del color que ella mandaba. Verde. Azul. Gris. Un tapado que reconocería inmediatamente.
—Inconfundible —dijo —. Aún en el cuerpo de otra mujer.
Después, por el sendero que circunda los pinos, lo vi marcharse.
El rocío, iba desvaneciéndose espejado de ligustro, cuando metí las manos en los bolsillos de un tapado de mezclilla gris.
——
Cuento del libro “Las amantes son rubias“, de Marita Rodríguez-Cazaux
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