viernes, 2 de junio de 2017

RESEÑAS



 POEMARIO DE CARLOS PENELAS

PÓRTICO POR MARITA RODRÍGUEZ-CAZAUX

         



         Carlos Penelas, uno de los más destacados literatos contemporáneos, vuelve a exaltar el rito de la palabra en la presente obra poética, “EL HUÉSPED Y EL OLVIDO”.
         Estudioso de los poetas medievales españoles, clásicos, renacentistas, de los literatos de la generación del 98 y  la  del  27 y de la poética italiana de principios del siglo XX,  Penelas goza de los dones que se aprecian en Giuseppe Ungaretti, Cesare Pavese o Salvatore Quasimodo; como ellos percibe el cuadro que acompaña al verso, traslada la imagen, la recrea. De igual forma, su obra lleva el nervio existencial, filosófico y pasional que acuden en Salinas, Vicente Alexander, González Tuñón, Ricardo E. Molinari.
         Penelas, un lírico que se rebela contra el mundo empírico, premoniza la materia, elabora un lenguaje esmerado con fuentes artísticas, celebra lo bello y lo contestatario.
        Como pórtico, “Poema a la mujer en la buhardilla”, evocación femenina –no podría ser de otra forma– superpuesta a imágenes de Vermeer y de Masaccio, en un presente que cuestiona “(¿Qué harás de mí? ¿Qué tiempo crece, Señora, en esta ociosidad, en esta tibieza, recogida y anhelante?)” desde la intimidad del cuadro “Y un sillón blanco en el atardecer suspenso. Y tu vestido negro, en tu vestido inquieto” y en intensa sensorialidad como las reminiscencias de los sueños.
         Sueños que vuelven a desvelar al poeta en “Recogimiento en una plaza del sur”, mientras “escondida en una esfera del Bosco” la mujer/princesa es parte de “la somnolencia de la fábula”, y “Se mece la noche en esta abierta y separada camelia” volviéndose Amada en el siguiente poema al tiempo que “Todo es recuerdo, todo es recuerdo”.
         Hay un mundo que levita y que subyuga la mirada del poeta; no es el mundo analfabeto de sentidos, podríamos entenderlo más cabalmente como un universo en estado de expectación, lo que los clásicos han dado en llamar “estado de gracia en los sentidos”.
         A este cosmos de vigilia y aventura se deben los poemas que acreditan la mitología familiar, dimensión real y profunda que acompaña el entrar en la vida, como puede distinguirse en el poema titulado en idioma gallego, “Sente o vaivén do corazón”; “Apelo a mis ancestros, a sus luchas […] Apelo al recuerdo de los transterrados”[…] donde la muerte interroga al poema en una plazoleta de Buenos Aires” y en “Huéspedes del olvido” de notable simbolismo ancestral, “Por eso es necesario caminar por el bosque, sentir las hojas de los setos, la sombra, detenerse frente al mar…”. Lo confiesa el propio poeta en exquisita construcción como “Navegación en la aldea”: “Dejaron la aldea para buscar el paraíso perdido de los mártires, la acumulada realidad del cansancio, el viento en la alborada de la rosa. Esta es la mitología de mi nombre, generosa herencia de mis padres”, y en “Ars Poética”, donde aborda el recorrido inverso en el recuerdo, “Anoche mis padres regresaron a mis sueños […] viejas fotografías de un álbum familiar. Pude leer conversaciones, ciertos gestos […] en un fluir de generaciones.
         A partir de esta identidad característica, casi premonitoria, se nutre de innumerables descubrimientos en torno de otras tantas particularidades diferentes, así “El pájaro de las alas errantes”, de atmósfera morosa y tratamiento en primera persona sustenta claras imágenes visuales “Me paseo con mi boina azul comprada en Compostela. Llevo un echarpe rojo comprado en Bolonia. En la mano sostengo una pipa que amé en Casablanca…” en las que se descubre el goce del viajero junto a “figuras mitológicas en un libro de Émile Genest […] siempre lluvias y pasión y caricias en el desorden de una muchacha espléndida bajo el sol […] vociferaciones en la ausencia desprendida de la noche, el agua golpeando peñascos y una música de jazz […] y la libertad para errar “Hoy me siento libre e invisible por las calles” como manifiesta enLugares”, “He caminado las callejuela de Fez, su medina, los monótonos olores de las curtiembres […] Puedo evocar la ciudad de toldos rojos, puedo evocar París […] En sueños caminé  por secretísimas galerías, por Capri, por Siracusa” aunque esas mismas libertades conduzcan a “Ahora todo parece ilusorio, misterioso.  Y no comprendo el tiempo ni las voces” o a las últimas estrofas de “Ritos de indolencia”, “Me voy, me dije, donde los muertos sientan la agonía. Cierro los ojos y me voy para descifrar en otro sueño el destino de aquellas voces desamparadas y salvajes”.
          En varios de los poemas de esta presente selección, aborda Carlos Penelas un análisis de proyección humanística y metafísica con la vehemencia que bien ha de compararse con el nervio de Eugenio Montale; para exponerlo, un fragmento de “Aquilea”: “Con la mente distraída miro las ruinas de esta ciudad saqueada por los bárbaros, siento las befas de una ralea inconcebible, leo la falsedad inscripta en sus murallas […] Es la plebe que arrasa pastizales. Turbas abatiendo la tarde enverdecida por la muerte, desgarrando los bosques y la infancia. Esta es la ciudad, este es el odio, estas las hordas”. Y, más adelante reflexiona en “Ecuaciones”: (Qué raro es todo esto, dijo mi padre en la niebla intocable de la muerte). Ahora hay naves espaciales, algoritmos, gimnasios Pokémon, trasplantes de médula, celulares de alta gama, piercing, selfies, drogas para vivir mejor, snapchat, alambradas. Y hambre, imbecilidad, cruceros. Estoy fumando mi pipa en esta plaza. Y estoy solo”.
         En este respirar profundo sobre lo social, acerca Penelas a aquella última poesía de Luis Cernuda, publicada en México, “Desolación de la Quimera” (“Un país donde todo nace muerto, vive muerto y muere muerto”), conciencia de aislamiento -Cernuda se ve a sí mismo como naipe cuya baraja se ha perdido- e igual menosprecio por un tiempo banal en el que no hay lugar para epopeyas.
        Otro latir donde Carlos Penelas alcanza colosal altura es el lirismo sensual de evidente esencia viril. La “voz masculina” tiene carnadura, alcanza grado de videncia, se pulsa en su riqueza fónica y semántica. El poema tiene la fragilidad de un cuerpo, la silueta amada, el encuentro, el aroma de la ensoñación.
         Despliega un horizonte sensorial, vital, ajustado a su condición masculina, “Vestigios del silencio”, poema donde vuelve a mencionar a la princesa: “Desde la fragilidad veo la luna, un vestido ascendiendo la siesta con la bella convicción de tus manos. Cerrados ojos hacia tu antigua desnudez […] Te entregas lánguida, despierta […] En tu olor, en tu tacto. Sin despertarte, en la sencilla felicidad de lo soñado”, o las últimas estrofas de “¿Quién escuchó esa voz?”, “Ahora nombro a la doncella en el lecho. Y rodeo la insolencia de sus caderas”. En “Madrigal de la ausencia”, “Solo recuerdo tu voz. Y la niebla. También la sombra y el deseo […] luego la mano, el asombro, la desnudez de la belleza en el espejo […] es delicado el aire abandonado, es delicado el temblor abierto de la rosa” alcanza un virtuosismo poético de amplia gama expresiva.
         En “Poema para una noche lozana”, secretean los espejismos del amor “Tu nombre -secreto, inseparable- nacido bajo el fulgor y los destellos” y vuelven a hacerlo en “Zarabanda de la lluvia” “¿Quería descender, la amada fantasmal, en esta voz en esa vaguedad que toca sus caderas con la mirada y el lenguaje de lo súbito?”, cualidad que en “Delectación de lo invisible” puede observarse como un encuadre fílmico, montaje perfecto del escenario que habitan los amantes, sin duda por el acercamiento de Penelas a otras facetas artísticas como el dibujo y el cine, “Una mujer yace en la cama. Parece despierta. Veamos. Las celosías abiertas por el calor, […] hay una prenda ligera de color malva. La mujer, que parece despierta, lleva frágiles trenzas que caen sobre sus senos. Veamos. La luna brilla y es bello observarla […].
          No deja Carlos Penelas de incluir la fugacidad de la infancia “[…] estoy en la esquina de Suipacha y Viamonte. Creo que es verano, creo que me alcanza el crepúsculo […] Reconozco el barrio, lo minucioso del destino, un hálito que bordea la diáspora, la demorada voz y los rituales del hogar […] y rememora en “Liber Liberat” […] las mañanas de álgebras y revelaciones […] Un poema de Martí, un cuento de Quiroga […] para llegar a una región de íntima convicción, un mandato sin renuncias “No quiero invocar la demagogia o el soborno. No quiero venerar tiranos en los libros escolares”.
          Es evidente que el entorno familiar y estudiantil, la influyente presencia de Enrique Molina en su juventud, el periodo de cercanía con la poética de Horacio y de Nicolás Boileau, su formación en letras y el exhaustivo estudio de las obras de T. S. Eliot y M. Heidegger, sumados a los frecuentes viajes que llevó a cabo, concibieron en Carlos Penelas un talento dispuesto al arte (política, historia, música, teatro, cine, plástica, deporte) y un destacado atributo poético magnificado por propias experiencias. A ellas recurre su visión íntima, agregando otro sentido a lo literal, la utopía desde la esencia de lo bello.
         Como él mismo lo afirmara en sus conferencias, el arte es un acto de confesión. Y a esa confesión destinan los poemas de Penelas, como leyes de la memoria y la libertad.
         Su poesía deja de ser testimonio de solitario para invitar a “mirar estos signos del aire […] estos rituales que el cielo balbucea […] Déjate llevar por Bola de Nieve, por Billie Holiday”; prometiendo que “contigo vendrá Satie, solitario y fecundo para cruzar lo humilde, las cosas queridas que atesoran el instante como un monograma […] El júbilo nos convoca y alumbra el destino de lo bello” (“Secretos”).
         El poema que cierra el volumen, “Un poema ventea la mañana”, manifiesta la consecución del propio objetivo y sentido ético de la existencia mediante tropos impecables “Sé que el agua y el tiempo dibujan el rostro[…] “Sé también de los atados ojos y de las atadas nieblas que van errantes mudando mi silencio […] Veo cosas que nombran y me nombran […] una callada rosa atesorando hexámetros…” para rematar con un verso en el que nombra a su nieto menor y concentra sobre sí el significativo título, “Un poema indescifrable en la frente de Amadeo”.
         Una vez más, el hombre soledoso en búsqueda de esencias. El genial poeta revelador no solo de las cosas corpóreas sino de lo inmaterial. El extranjero que convoca con pasión estética a indagar el sentido de la vida.
         En “EL HUÉSPED Y EL OLVIDO”, vuelve a confluir la riqueza rítmica y expresiva de un poeta pleno que congrega la significación del aura del instante.
        Sus imágenes han de destacarse como zonas de apertura a lo insondable, a lo onírico abordando el intelecto -que en Penelas es superior- para exponer imagen interior saturada de arte. Arte asumido como signo de grandeza y liberación, identidad de belleza, recreación con finalidad humanística, atributos concurrentes en la consagrada obra de Carlos Penelas y que lo posicionan como poeta imprescindible en el panorama literario de habla castellana.



                                                                                              Marita Rodríguez-Cazaux



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